lunes, diciembre 27, 2004

Fin de año





En diciembre las empresas niponas, grandes o pequeñas, celebran el "bonenkai" o fiesta de fin de año. En esos días, después de la jornada de trabajo, los oficinistas, los empleados, los obreros concurren con sus mejores galas a un banquete ofrecido por la compañía en algún lujoso restaurante o en un hotel de renombre.

Durante más de tres horas, los trabajadores comparten un momento de ruidosa algarabía, comiendo opíparamente un menú adecuado para la ocasión, donde se combina la gastronomía local con la internacional. El tenedor con los palillos chinos.

La alegría se ceba con sake, whisky y harta cerveza. Muchísima cerveza. Se bebe de una manera desproporcionada porque la ocasión lo amerita. El alcohol desinhibe y permite desfogar tristezas, malestares y rencores como amplificar el respeto, el cariño y la amistad entre los amigos y los grupos que se forman dentro de toda empresa.

Aunque restaurantes y hoteles ofrecen el servicio de karaoke, la gente que asiste a un bonenkai decide, acabada la reunión, fragmentarse y acudir en pequeños grupos a bares y karaokes, en una travesía que se puede prolongar hasta más allá de la medianoche.

A las afueras de restaurantes, hoteles, bares, discotecas y cuanto centro nocturno exista para esos menesteres, están a la espera, formando fila, los taxis con sus choferes uniformados. El beodo del bonenkai no duda en subir a uno cuando la jornada de la diversión llega a su fin. Hay entre los japoneses, al menos en el grueso de la población, cultura alcohólica.

De hecho, el que asiste a un bonenkai lo hace sin su automóvil. No lo hace por temor a la elevada multa sino por su propia seguridad y la seguridad de los demás.

En Japón, unos 2,500 peatones mueren cada año en accidentes de tránsito.
Las estadísticas también precisan que unas 130,000 personas mueren cada año en las autopistas y carreteras de toda América (más de 44,500 sólo en EE.UU.).

A escala global, la cifra también es significativa: más de 3,000 personas mueren en accidentes de tránsito cada día. En el año 2000, los choques en carretera se ubicaron como la novena causa de mortalidad y morbilidad -un 2,8 % de todas las defunciones y discapacidad en el mundo.

En 2003 hubo 75,000 accidentes en el Perú con más de 11 mil muertos.

En caso de accidente, dicen los expertos, una carga trasera mínima equivale a un peso pesado que al salir despedido arrastra consigo lo que tenga por delante. Por ejemplo, un niño de sólo 20 kilos se convierte en un bulto de 200 kilos si la colisión se produce a una velocidad de 100 kilómetros a la hora.

La mayoría de las muertes y lesiones graves registradas en los ocupantes de los asientos delanteros de los coches accidentados podría evitarse con el uso de los cinturones de seguridad traseros, escriben los autores de un estudio realizado por el Departamento de Salud Comunitaria de la Facultad de Medicina de la Universidad de Tokio.


Las fiestas de fin de año no sólo disparan el consumo sino también otras cifras tenebrosas.

Hace pocos meses, un peruano fue condenado a 25 años de prisión -la más alta sanción dictada por un tribunal nipón- por conducir de una manera estúpida y temeraria.

Este conductor, según se supo, solía desafiar a los semáforos. Disminuía la velocidad y a unos doscientos o trescientos metros de un cruce de avenidas pisaba a fondo el acelerador y advertía a sus sorprendidos acompañantes que el semáforo cambiaría de luz roja a verde segundos antes de llegar a la intersección vial.

Solía hacer ese desafío cada vez que se pasaba de copas, pero esa madrugada el semáforo no le hizo caso y sesgó la vida de dos jóvenes japonesas que venían en su coche de una fiesta pero sin una gota de alcohol en la sangre.

Este 31 de diciembre las familias de las víctimas recibirán el 2005 sin la posibilidad de poder abrazarlas.








miércoles, diciembre 15, 2004

Feliz Navidad





A pesar de ser shintoista, budista y confucionista, Japón celebra la Navidad como la celebran otros países del Asia que no pueden safarse de la influencia de Occidente. Como toda celebración popular, es una fecha propicia para gastar. De hecho el consumo se dispara en este mes más que en ningún otro del año. Aquí, como en Occidente, no hay quien eche a los mercaderes del templo.

En estas fechas se importan de Taiwan, China, Singapur, Malasia y Filipinas varias toneladas de juguetes además de pinos pre fabricados, juegos de luces, bombillas de colores, máscaras y trajes de Santa Claus y todo ese magnífico decorado que adorna esta fiesta.

Durante el mes de diciembre las ciudades japoneses se visten de luces de colores. Hasta la Torre de Tokio parece un enorme árbol de navidad. Si alguien que no supiera lo que sabemos, al ver todo este jolgorio, exclamaría con admiración: ¡qué pueblo más católico es el japonés!

Para los japoneses la navidad es un abuelito dulce y obeso, de bigote y barba blanca, vestido con el uniforme de la Coca Cola, y no un bebe pobre acostado en un pesebre, dentro de un establo, entre animales, y con unos papás angustiados por la espada infanticida de un tal Herodes.

El cristianismo, como en todos los rincones del planeta, desembarcó en Japón con la espada y la cruz de los expansivos europeos del Renacimiento. El jesuita español Francisco Javier (1549) echó las primeras semillas de la nueva fe y Toyotomi Hideyoshi, un cauteloso shogun, el que pisoteó sus brotes. Su sucesor, Tokugawa Iemitsu, aún más medroso, cerró las puertas del país y apagó la luz.

Un monumento recuerda la sangre derramada por los primeros cristianos japoneses y extranjeros crucificados en estas islas. Se les conoce como los Veintiséis Mártires de Nagasaki. Fueron ejecutados en 1597. Uno de ellos era un novo-hispano, vale decir, un mexicano llamado Felipe de Jesús.

Durante casi trescientos años, Japón se encerró en su caparazón y los pocos cristianos que no renegaron de su fe pasaron a la clandestinidad adorando a Jesús y a la Virgen María en privado y cumpliendo con los ritos budistas o shintoistas en público.

Un número elevado de cristianos japoneses lo son por tradición familiar (algo parecido a nosotros que un día amanecemos bautizados y sacramentados).
Los hijos reciben de sus padres el cristianismo como un legado, un patrimonio familiar. De lo que se deduce que son cristianos porque su padre lo fue, lo fue también su abuelo, su bisabuelo y su tatarabuelo hasta llegar, quien sabe, al siglo quince.

En la actualidad, más de un millón de japoneses (de una población de 130 millones) son cristianos. A ese número se debe sumar los cristianos de ultramar, ese medio millón de trabajadores latinoamericanos (lusos e hispanohablantes) y filipinos que día a día mueven una de las rueditas dentadas de la industria del país.

Los cristianos de América Latina le han dado a la Iglesia católica de Japón una vitalidad en momentos que languidecía. En todo caso, el ruido, la batahola, la alegría ha roto el silencio ceremonioso de la anodina misa católica nipona tan ventilada de bostezos.

Las misas se imparten en español, portugués y tagalo. Se canta a todo pulmón y de vez en cuando, el llanto de un bebe, quiebra esos silencios divinos que anteceden al sorbo de la sangre de Cristo o a la repartición oral de las hostias.

Aún es prematuro hablar del aporte de la comunidad latina a la navidad japonesa. Pasará mucho tiempo para que un pesebre con el niño Jesús y la Sagrada Familia acompañe al iluminado arbolito navideño de los hogares nipones. Quizá el "Keki Christmas", tan tradicional en estas fiestas, pueda ceder con el tiempo su lugar al novedoso Panetón, ese obeso pan de frutas que se está metiendo lentamente en el gusto japonés.

Cada año aumentan los pedidos de panetones brasileños (Bauducco) o peruanos (Donofrio) y mega almacenes norteamericanos como Costco, lo están importando de Italia a precios más competitivos, a la mitad del valor de los panetones que provienen de América Latina.

Pero, los cristianos no son los únicos que celebrarán la Navidad. Con ellos, compitiendo palmo a palmo, están las iglesias evangélicas de las llamadas Alianza Misioneras además de los Testigos de Jehová que se multiplican por doquier.

Ya no es raro ver grupos de señoras japonesas, de esas que usan gafas, peinan canas y visten faldas hasta el tobillo asomarse por los vecindarios, yendo de puerta en puerta. Cuando les abres, meten el pie en el resquicio para que no les cierres y te anuncian la venida del Señor y la posibilidad de que puedas acceder en unos minutos de plática a la vida eterna.

Cuando les dices, "nihongo, wakaranai" (no entiendo japonés) ellas responden "daiyobu" (no importa) y sin perder la sonrisa ni la serenidad, sacan de sus nutridos bolsos un ejemplar de Atalaya en tu idioma. Y los tiene en todos: inglés, francés, alemán, árabe, chino, coreano, tagalo, portugués y por supuesto, en español. No hay nada más terco que un Testigo de Jehová japonés.
Meli krisumasu! (Feliz Navidad), nos dice el Testigo al despedirse.
¡Feliz Navidad!, le respondemos.





sábado, diciembre 04, 2004

Un paso al más allá...





Japón tiene una de las tasas de criminalidad más baja de los países industrializados pero una de las más alta en suicidios* . Son pocos los crímenes, es cierto, pero los que se cometen son incomparables en crueldad y sadismo.

Niños que degüellan o decapitan compañeros de escuela, asesinos que no dejan rastro después de pasar por cuchillo a toda una familia, un depravado que no contento con ahogar a su víctima, una niña de siete años, le arranca los dientes, en fin, los crímenes más macabros.

Por lo general, se trata de psicópatas. De aquellos que te rebanan un brazo o te despanzurran sin pestañear. Son seres con fallas de "fabricación", con una psique que no se estremece ante el dolor o el sufrimiento ajeno. Hay en ellos una obstinación irrefrenable de saciar esos brutales impulsos.

Pero de la edad no hay que fiarse. En los últimos años, los crimenes más atroces lo han cometido adolescentes y jóvenes. Uno de estos precoses asesinos mató hace algún tiempo a una anciana con un bate de béisbol. El chico declaró a la policía que lo hizo simplemente porque quería experimentar la sensación de matar a un ser humano. Antes había matado muchos pero virtualmente en la consola de un juego de vídeo game.

Suicidios

Los suicidios aquí también están a la orden del día.

De un tiempo a esta parte se ha vuelto una moda quitarse la vida en grupo, previo contacto a través de ciertas páginas de internet o de un chat.

"Oye, ya no le encuentro sentido a la vida, ¿y tú?"
"La verdad que yo tampoco"
"¿Qué tienes que hacer el próximo jueves?"
"En la mañana, pasear al perro y por la tarde tengo cita con el dentista"
"Muy bien, ¿qué te parece si nos quitamos la vida después de la consulta con el dentista?

No son suicidios sangrientos, tipo harakiri, en el que tú mismo te tienes que abrir el vientre con un filudo cuchillo. De ninguna manera.

Los suicidios que están de moda son más bucólicos, por lo general, en un camino apartado, cerca de algún bosque y lejos del mundanal ruido de la ciudad. Hacia allá se dirigen no precisamente a respirar aire puro sino monóxido de carbono.

Una parrilla portátil, varios trozos de carbón, fósforos, la cabina de un coche con las ventanas cerradas, un poco de sake o whisky junto con un relajante somnífero, son algunos de los elementos -cuyo valor no llega ni a los 100 dólares- que se emplea en un suicidio colectivo, claro está, previa repartición de los gastos.

Antes no era así. Hasta hace unos siete o diez años, los japoneses se quitaban la vida saltando de las azoteas de los edificios. Lo único que dejaban arriba, eran sus zapatos, uno al costadito del otro con una carta dirigida a quien correspondiera, donde el futuro difunto aclaraba que no se debía de responsabilizar a nadie de esa drástica determinación.

En todo caso eran muertes feas, desagradables. Porque al impactar sobre el pavimento salpicaban.

Las religiones en Japón (budismo y shintoismo) no prohiben, censuran ni condenan este acto. Culturalmente, el suicidio está enquistado en su historia y en sus costumbres. Para salvar el honor y la vergüenza.

La reencarnación, la posibilidad de volver a vivir una vida más beningna con un destino más afortunado que el que dejan, es un atractivo.

Dormir respirando monóxido de carbono está de moda. Lo terrible de todo esto es que hasta en esas cosas hay modas.



(*)Según las estadísticas del Ministerio de Salud nipón, 32,082 personas se quitaron la vida en el 2003, un récord histórico que supera la cifra de 31,775 suicidios de 1998.




martes, noviembre 30, 2004

Robert, el coleccionista

Crónica de un peruano indocumentado



Aunque se llama Roberto, Roberto ha habituado a los amigos a que lo llamen Robert, al modo anglosajón, y Robert tiene la nariz incásica, los cabellos negrísimos, engominados y peinados hacia atrás.

Suele usar camisas escandalosamente llamativas que parecen tejidas con hilos de neón, lleva además un reluciente arete en la oreja con una piedra incrustada, un collar de oro de dieciocho kilates, además de un cóndor tatuado en el antebrazo derecho.

De piel acholada y mirada de cautivador de serpientes, el tal Robert pasa por el típico latin lover en los salsódromos de Roppongi en Tokio.

Durante la semana, los días de Robert discurren lavando y preparando en una olla industrial kilos y kilos de arroz. Esa es su labor desde las doce de la noche hasta las nueve de la mañana.

Su empresa se dedica a la preparación de "obentos", comida rápida que se expende en las tiendas de conveniencia como 7Eleven, Family Mart, AM PM o Circle K.

Es una labor monótona, aburrida. Mientras las ollas humean, Robert practica nuevos pasos en su sitio que le evita la aparición de las temibles varices. Ya tiene algunas venitas verdosas y algo inflamadas bajo los tobillos.

Ha leído, en alguna parte (posiblemente en la revista Gisella que circula en las tiendas latinas de Japón) que caminar es el mejor antídoto contra las varices que se ensañan sobre todo con las personas que permanecen de pie, en el mismo sitio, horas y horas.

Hasta hace unos cuatro años, Robert era Roberto y conocía más de huainos y aires andinos que de música o de bailes afrocaribeñoslatinoamericanos. Su amigo del alma, Anatolio Paúcar, le cambió la vida cuando lo llevó de juerga un viernes por la noche a Salsa Sudada, un concurrido salsódromo de Tokio.

En aquel entonces, La Vida es un Carnaval en la voz de doña Celia Cruz, estaba de moda. Robert y Anatolio habían llegado a Roppongi a la hora del chongo y el frenesí, es decir, después de la medianoche, cuando los verdaderos amantes del ritmo sabroso deciden amanecerse bailando salsa ante la imposibilidad de abordar un tren que sólo circula hasta las doce de la noche o de pagar el carísimo servicio nocturno de un taxi.

Robert recuerda que sacó a bailar a una chica japonesa que se había disfrazado para la ocasión. Vestía una blusa de seda con motivos de cesta de frutas, era un atavío ceñido, además de una falda lunareja y unos zapatos de cuero, de taco no muy elevado adquirido en La Habana. Se había amarrado los cabellos con una vincha.

A los pocos minutos, Keiko, así dijo llamarse la chica, le preguntó a Roberto al verlo bailar como un epiléptico si en verdad él era latinoamericano.

¡Porsupuesto!, respondió Roberto ofendido, ¿por qué lo preguntas? Porque -le dijo la muchacha- estás bailando cualquier cosa menos salsa.

Keiko tenía el estereotipo de que los latinos, sin excepción, sabían bailar salsa, ese mismo estereotipo que nos induce a pensar a nosotros, los latinos, que todos los chinos saben kung fu y los japoneses karate. Un disparate.

Herido en su amor propio, Roberto y su lastimado orgullo, optaron por revertir esa situación aprendiendo a bailar salsa, pero salsa de la firme. No la que se bailaba en Lima sino en Nueva York, que según su amigote Anatolio Páucar era más chévere y elegante.

Bailando de la mano y de la cintura de Páucar, Roberto aprendió a bailar salsa y mientras se esmeraba en sintonizar con el ritmo con un pasito pa'delante y otro pa'trás, fue cambiando de indumentaria, de zapatos y de look hasta parecerse en la forma de vestir, caminar y mirar a Joe Rivera, ¡azúcar!.

Si hasta entonces su vida en Japón era plana, aburrida y monótona, entre la fábrica y el microscópico apartamento que ocupaba a quince minutos en bicicleta de la estación de Omiya, la incursión a ese salsódromo de Tokio le dio un vuelco a su discreta existencia.

Pronto, su colección de cassettes de huaynos de la Princesita de Yungay, de la Pastorita Huaracina, del Indio Mayta o el lamento ayacuchano en la guitarra de Jaime Guardia sería desbordado por los más insignes cantantes y las orquestas de música salsa.

Tenía de todo en su nueva colección tropical, desde los CDs de Pérez Prado, los hits de Ismael Miranda, Juan Luis Guerra, la India, Rubén Blades con su clásico Pedro Navaja, hasta la desaparecida Orquesta La Luz.

Lo de Robert fue porque, en una de esas noches de salsa, en Roppongi, te topaste con un infante de marina de origen latino que servía en la armada estadounidense en la base de Fusa. Estabas pasado en copas cuando te pisó un callo mientras danzabas en la poblada pista de baile.

Te salió un "ay, carajo" del alma y tu primera reacción fue darle un manotazo sin ver de quién se trataba. Cuando levantaste la mirada te encontraste con un cholo como tú, pero alto, muy alto, de unos noventaicinco kilos de peso y con el pelo rapado. Parecía el ropero de tu abuela Jacinta.

Pero no te chupaste y lo retaste disparándole una ráfaga de lisuras e insultos que el enorme soldado chicano lo único que hizo al verte fue sonreirte para devolverte un amable, "Sorry, I dont speak spanish".

Fue entonces que supiste que el ropero ese se llamaba casi igual que tú, no Roberto sino Robert, que sonaba de veras muy lindo en voz de ese ramillete de aeromozas australianas con las que ese soldado había acudido al salsódromo.

Desde esa noche, Roberto decidió suprimir la última "o" de su nombre. Así sonaría más bacán. Si en la fábrica eras un oscuro operario sometido al mal humor de la jefa de planta, los viernes y sábados por la noche eras el rey de las amanecidas.

Gracias al chicano que te aplastó el callo descubriste que tu concepto de belleza era pobre y errado, que tu complejo de inferioridad racial era absurdo y necio, sino cómo podías explicar por qué eras tan popular no sólo entre las muchachas japonesas de cutis de seda sino también entre las rusas, las eslovacas, las ucranianas, las rumanas que eran tan blancas como la leche, rubias como el trigo y de ojos azules como el cielo, que al rozar tu piel y tus labios se volvían locas, locas por posesionarse de tu perfil vallejiano, de tu cetrina piel y tu porte andino que te daban una clásica belleza incásica.

Tú, que me confesaste que en Lima fuiste mozo de restaurante, vendedor de libros usados en el parque universitario y hasta cambista de dólares en Ocoña, asumías el cariño de las mujeres de Roppongi como una revancha frente al desprecio que recibiste de esas chicas blanquiñosas de San isidro, Miraflores y las Casuarinas que te veían como cualquier cosa, ni más ni menos como un asqueroso jardinero, un vulgar chofer de combi, un heladero de Donofrio, un gasfitero, un serenazgo o un salvavidas de la Guardia Civil, pero nunca como un igual ante el altar, Diós y la ley de los hombres.

Ahora, para ti, esas pituquitas limeñas son chancay de a medio, un remedo de mujer caucásica, en otras palabras, cholas blancas pintadas de rubio que en nada se comparan con las enormes hembras europeas con las que te has metido en la cama gracias a la salsa, sí señor.

-¿Qué? ¿No me crees? Yo no soy palero, mi hermano- me dice Robert.
-Te creo.

Es un jueves por la noche, mientras bebemos en su apartamento de soltero un pisco Biondi que nos acaba de llegar de Lima. Pero, claro, Robert no puede con su soberbia e insiste que no me miente. No te muevas, me dice, antes de dirigirse a su habitación y volver con una maleta de viaje que después de correr el cierre relámpago, provoca una catarata de bragas sobre la mesa.Bragas de todos los colores, tamaños y telas, algunas de seda, otras de algodón pero la mayoría de lycra. Son bragas que tienen forma de tanga, de vikini, de hilo dental, algunas tradicionales, clásicas y otras breves.

Robert se las lleva a la nariz, las huele y por el olor va sacando nombres, fechas y detalles: "este es de la rusa Olga -dice- y recuerdo que esa noche estaba resfriada. Este otro, agujereado, pertenecía a Helena, una muchacha griega a la que aloje en mi apartamento por una semana antes de hacerse amante de un iraní. Este otro, con bombachos, era de una colocha (colombiana) igualita pero igualita a la cantante Shakira, sólo Diós sabe los lomos que me he comido con la salsa. Vaya, vaya, este otro es Silvy, la francesa... en cambio, este calzón escuálido, de niña, es de Akemi, el primer sushi que probé en Japón.

-¿No quieres oler uno?- me pregunta Robert. Como no respondo, añade: Yo, choche, soy como el Cienciano del Cusco, comparto mis éxitos internacionales con todos los peruanos.

Así como unos coleccionan sellos postales, automóviles o aviones a escala, Robert distrae su estancia nipona coleccionando bragas. Esos breves trozos de tela son sus trofeos, el premio a su constancia seductora, el incentivo que anima esos treintaisiete años de edad cuyo peso ya se deja sentir.

-De verdad, ¿no quieres oler uno?- insiste Robert.
-Paso, compadre
-Choche, tienes que aprender salsa- me alienta.
-¡Salud!- brindo, chocando su vaso.
-¡Kampai!- me responde.

martes, noviembre 23, 2004

Cenicienta



Ella será la única princesa que al casarse se convertirá en Cenicienta. La única, cuya sangre azul transvasará en roja, cuando se case. Sayako es la última hija de los emperadores Akihito y Michiko. La que aparece solita en un rincón de las fotos palaciegas de Año Nuevo.

A los treintaicinco años de edad, Sayako se cansó de besar los sapos de los estanques de la Casa Imperial. Antes se volvían príncipes.

Ha tenido Sayako que ir más allá de los jardines y de los muros de palacio para besar a un plebeyo que jamás mutará en príncipe.

Yoshiki Kuroda es cuatro años mayor que Sayako, tiene treintainueve años de edad y es un asalariado que labora en el área de proyectos urbanos del Gobierno Metropolitano de Tokio. Ha declarado que le gusta la fotografía y los coches.

La culpa de que la princesa Nori no miya -su nombre oficial- no haya encontrado un mejor partido entre sus pares la tiene el general Douglas McArthur (1880-1970) el hombre de la pipa de coronta de choclo. Él fue quien le quitó a su difunto abuelo, el emperador Hiroito (1901-1989) su condición divina y lo bajó de los cielos luego de la capitulación nipona en la Segunda Guerra mundial.

McArthur cortó, suprimió y redujo al mínimo a la realeza nipona, dejando sólo a la familia imperial la cuota representativa de una monarquía condenada a diluirse en el torrente sanguíneo del pueblo japonés. Tal como ha ocurrido con el actual emperador Akihito y su primogénito, Naruhito, ambos casados con hijas del pueblo.

Desde el año entrante, una vez consumado el enlace, Sayako llevará la vida de cualquier ama de casa nipona. Irá de compras a los almacenes y a los supermercados, se movilizará en buses y trenes, llorará en los cines con las películas de amor y se echará un par de hamburguesas con sus cocacolas en cualquier establecimiento de comida rápida.

Del dinero no tendrá que ocuparse ni preocuparse. Cuando baje al llano y se mezcle con la plebe, recibirá un dinero estipulado por la ley que se calcula en un máximo de diez veces la mitad de la anualidad que le corresponde. Hoy esa anualidad equivale a unos 30,5 millones de yenes, unos 295, 000 dólares americanos.

Con ese dinero, Kuroda podría dejar de trabajar. Dedicarse a la fotografía o a la colección de coches a escala. Con ese dinero él podría secundar con sus fotos los estudios que Sayako realiza en una fundación ornitológica en Yamashina, Chiba, donde destaca como una experta en pájaros.

Los besos de las princesas japonesas se han devaluado. No convierte en príncipes a sapos ni plebeyos.


martes, noviembre 16, 2004

Sony




Sony no es sólo el nombre de una transnacional nipona sino también es el apodo de un proxeneta japonés que ha sido puesto en libertad después de permanecer catorce meses en la cárcel. Si le ves, parece de todo, menos un delincuente. No es muy alto, es de pocas carnes y su aspecto es el de una persona inofensiva. Estudió humanidades en la universidad. Si te lo presentaran y le estrecharas la mano, lo podrías confundir con un aplicado profesor de lengua extranjera.

Sony es en realidad Koichi Hagiwara, el eslabón de una cadena de tratantes de blancas que fue desbaratada por la policía hace un par de años. Él abastecía de chicas colombianas a los bares, los centros nocturnos y los sórdidos teatros de variedades sexuales que pululan en Tokio y en las ciudades del interior del país.

En los teatros de variedades sexuales, además de servir de comparsa, de practicar striptease o de bailar de una manera obscena y provocadora, las chicas eran obligadas a hacer el amor en el escenario, sobre una plataforma giratoria, a vista y morbo de todos, con una persona que surgía del público previo yan-ken-po.

Ni bien bajaban del avión eran conducidas ante su presencia. Porque antes de distribuir el producto, Sony había adquirido la costumbre de probar la mercadería.

Ya en su despacho, Sony les ordenaba quitarse la ropa. Las contemplaba como un comprador de potrancas. Las fotografiaba por los cuatros lados, les hacía algunas preguntas de rigor (estudió español) y sólo entonces daba rienda suelta a su puto oficio.

Para las que se resistían o se echaban para atrás, Sony tenía un par de gorilas colombianos. Ellos se encargaban de amansar las yeguas chúcaras. Si eran obstinadas las amenazaban con asesinar, allá en Colombia, a padres, hermanos, primos, hijos, tíos o a cuanta parentela tuvieran.

Hay de las mujeres que llegaron sabiendo a qué venían. Hay de las que sabiendo a que venían se amilanaron. Hay de las ingenuas que viajaron a Japón convencidas de que su trabajo consistiría en servir copas y encender cigarrillos a los clientes. De las ingenuas y de las que no tuvieron riñones para soplarse a diez clientes por noche, surgieron las denuncias contra Sony y su banda.

Personas que conocen a Sony lo han visto en Yokohama, cerca de la estación de Sakuraguicho, en cuyas inmediaciones funciona una célebre callecita plantada de pequeños cubículos donde numerosas extranjeras se prostituyen disfrazadas de enfermeras, mucamas, maestras, secretarias o de estudiantes de secundaria, de falda y blusa marinera.

Japón, que no tiene leyes complejas contra la prostitución ni la trata de blancas, condenó a Sony por otros delitos: violación de las leyes de inmigración y de trabajo. En todo caso, las pruebas presentadas por la embajada colombiana durante el juicio dieron a los magistrados nipones la visión de un problema complejo y a la vez dramático: mujeres traficadas y prostituidas a la fuerza.

Con Sony también cayeron los hermanos Beatriz Helena y Jorge Humberto Narváez. Ellos fueron deportados, juzgados y condenados en Colombia a 15 años de prisión. Beatriz, que vivía con un pie en Japón y el otro en Colombia, se encargaba de enrolar a las chicas, mientras que Jorge Humberto, en Tokio, de persuadirlas.

La extorsión, el chantaje económico era otra forma de avasallar a sus víctimas. Por el sólo hecho de viajar a Japón por un trabajo, debían cinco millones de yenes, unos 47, 500 dólares americanos. Todos los pretextos cabían en la bolsa de la deuda: trámites administrativos, el valor de los pasajes aéreos, el costo de la vivienda, la alimentación, el pago de servicios domésticos o cualquier otra cosa que se les ocurriera.

Si en los plazos convenidos, no amortizaban sus deudas, se les penalizaba. Eso quiere decir que de una quincena a otra o de un mes a otro, la deuda, lejos de disminuir, aumentaba de una manera astronómica.

En ese mercado, las chicas y sus deudas eran compradas o vendidas a otros mafiosos. Así pasaban de una mano severa a otra más despiadada. Un laberinto que ya ni tenía puerta de entrada ni de salida.

En todo caso, el consulado colombiano en Tokio, las ONG que luchan en Japón contra ese vil negocio tendrán, con el retorno de Koichi Hagiwara, más sobresaltos. Ya están advertidas. Sony está en libertad.

viernes, noviembre 12, 2004

Mi amigo Suzuki



Aunque la cancillería nipona hace oídos sordos a la extradición de Alberto Fujimori y busca los tres pies al gato en los expedientes enviados por las autoridades peruanas, sus tribunales no se casan con nadie a la hora de juzgar y sentenciar al que roba un banco como al que lo funda.

El ex diputado Muneo Suzuki del gubernamental Partido Liberal Democrático, PDL, fue hallado culpable de recibir sobornos, ocultar donaciones a sus partidarios y cometer perjurio en el parlamento. El Tribunal de Tokio lo sentenció a dos años de cárcel y al pago de una multa de 11 millones de yenes, unos 103 mil dólares americanos.

El proceso contra el amigo corrupto de Fujimori comenzó hace dos años. Suzuki, quien no ha ocultado su amistad con el ex presidente peruano, fue honrado por Fujimori en 1998 con la orden Sol del Perú, la máxima condecoración peruana. Se le otorgó por su valioso esfuerzo en aras de las relaciones entre ambos países.

Cuando Fujimori decidió auto exiliarse después de renunciar, vía fax, a la presidencia, Suzuki estuvo entre las personalidades políticas que lo recibieron con beneplácito a finales del año 2000.

Desde el 5 de noviembre, Suzuki, de 56 años de edad, comparte su celda con otros presos comunes. Carece de privilegios. Su influencia o poder de nada le sirve porque en los penales japoneses no hay jaulas doradas.

Tendrá Suzuki que seguir la rutina implacable y severa de un presidio que lleva un régimen de cuartel, donde las ordenes se obedecen sin dudas ni murmuraciones.

Ya lo dicen las ONG y los organismos de derechos humanos. Una cárcel japonesa no es un lugar de cómoda y agradable estancia. El preso está allí para purgar su deuda con la sociedad. Por lo tanto, lleva una vida áspera, rutinaria con horarios, deberes y obligaciones inflexibles.

En el presidio, Suzuki no tiene nombre. Se le identifica con un número. A ese número tiene que responder cuando lo nombran o lo convocan.

En Japón la justicia se muestra como un poder independiente. Si hay indicios de delito y pruebas irrefutables, va a la cárcel por igual el obrero, el empleado o el presidente de una empresa que asesina, roba, estafa o desfalca. Suzuki es un botón de muestra de un sistema de justicia que ni se amilana ni se arrodilla.

Al menos, la justicia nipona se cuida y no se ha visto involucrada en casos de impunidad escandalosa como en otras latitudes.

En síntesis, el caso Fujimori y su extradición
es una buena ocasión para comprobar el grado de independencia e imparcialidad de la justicia nipona. Por mucho menos, su amigo Suzuki está tras las rejas.




martes, noviembre 09, 2004

Gato por liebre



Vivimos cultivando estereotipos. Una manera muy cómoda y ociosa de meter las generalidades en el estrecho saco de los prejuicios.

Se suele atribuir a razas y naciones virtudes y defectos que en realidad forman parte de una estructura de valores individuales antes que colectivos.

El anglosajón laborioso. El latinoamericano vago. La flema inglesa. El colombiano narco. El peruano ladrón. El argentino pedante. El alemán aguerrido. El francés romántico. El japonés honrado...

Basta echar un vistazo al diario Mainichi para echar abajo eso del japonés honrado. Leemos que en la localidad de Kurashiki, en Okayama, un comerciante daba gato por liebre, que es un decir, claro está.

A la carne de pollo importada de Brasil se le cambiada de bolsa, se le pegaba una etiqueta que indicaba que su procedencia era de Hiroshima. Venta segura. Sucede que para algunos japoneses -otro prejuicio- lo que viene del Tercer Mundo no es de calidad.

Según el Departamento de Agricultura y Silvicultura de Shikoku y Chugoku, el fraude se cometió desde el mes de agosto, delito que fue corroborado por los empleados de la carnicería.

Esquivan la ley.

El 1 de noviembre, día que entró en vigor la reformada Ley de Tránsito, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, la policía multó a 3.645 personas por conducir y hablar a la vez por el teléfono celular. Lo que antes toleraba ahora lo prohibe.

La policía tokiota organizó un circuito de vigilancia especial en 112 puntos de las principales carreteras del área metropolitana y se embolsó, por concepto de multas, no menos de 22 millones de yenes, unos 207,500 dólares.

Poto paga.

La mujer del César no sólo debe serlo sino parecerlo. Pero, a las adolescentes japoneses esas cosas no son tan importantes. Son prácticas. En Shibuya o en Shinjuku, "niñas" de quince, dieciséis y diecisiete años de edad se ofrecen a los "salaryman" y cambian su cuerpo por un Chanell, un Cartier, un Hermes
o por cualquier marca que suene a francés o a italiano. Total, poto paga.

También asesinan.

Aunque Japón posee una de las tasas más bajas de criminalidad, los asesinatos que se cometen son espantosos. Una niña que degolla a otra en una escuela. Un adolescente que coloca la cabeza cercenada de un niño en la entrada del colegio. O el desconocido que la víspera del nuevo año 2001 se mete en una vivienda de Setagaya y pasa por cuchillo a los cuatro componentes de una familia. Una orgía de sangre.

Hasta ahora no se sabe por qué los mató ni mucho menos por dónde anda el asesino.


Y sigue temblando

Niigata sigue temblando. No ha dejado de hacerlo desde el 23 de octubre, cuando una seguidilla de terremotos, uno de los cuales alcanzó los 6,8 grados, causó 38 muertos, 2.400 heridos y dejó a unas 43.000 personas sin hogar.

En cada momento del día la televisión anuncia que un nuevo seísmo de tres, cuatro o cinco grados... ha sacudido esta región japonesa. Son tantos y tan seguidos que los camarógrafos nipones no se tienen que esforzar para grabar uno.

En el centro del país, próximo a Tokio, Niigata está al borde del mar interior de Japón. Aunque cuenta con industrias, es una prefectura eminentemente agrícola, con áreas montañosas y bucólicos paisajes. Los campos de cultivos, que separan un pueblo de otro, una villa de otra, se asemeja a un enorme damero. El aire puro y el bosque invita al turista.
Por esa razón los muertos fueron muy pocos.

Estiman los expertos que si el epicentro hubiera estado bajo la cosmopolita Tokio, ciudad erizada de rascacielos, de estrechas y laberinticas callejuelas y hacinadas autopistas, por lo menos 7.000 personas hubieran perecido. Se estaría hablando de una tragedia de obesas proporciones.

En todo caso, el terremoto que asoló Kobe en 1995, con sus macabras cifras de 6.435 muertos y 240.000 edificios destruidos es un espejo donde Tokio puede verse reflejado.
A diferencia de los sismos que ocurren en Perú, que se anuncian por los general con un ruido espantoso, como si le estuvieran abriendo las entrañas a la tierra con una filuda navaja, en Japón, nada advierte su proximidad. Ocurre de pronto. De una forma violenta. La tierra se mueve como coctelera de "barman". Sin dar la oportunidad a que la gente se ponga a buen recaudo.

El movimiento en su más salvaje y pura esencia.

Una peruana que entrevisté dos días después del terremoto de Hanshin de 1995, me contó que esa madrugada del 17 de enero, tal era la potencia del sismo que no pudo levantarse de la cama para salir corriendo y ganar la calle. Imposible de mantenerse en pie. Sólo vio, espantada, cómo se ondulaba el suelo de su apartamento y cómo corría de un extremo a otro de la pared su refrigerador.

Otra peruana que vivió el reciente terremoto en Nagaoka, un poblado de Niigata, cuenta que la sacudida fue primero horizontal y luego vertical. El día 23 vio que las casas también pueden saltar.

Los manuales de qué hacer y cómo actuar durante un terremoto, que los municipios distribuyen gratuitamente en inglés, español, portugués, chino, coreano o tagalo, es letra muerta.

Los que saben de esto, aseguran que el diez por ciento de los terremotos que ocurren en el mundo tienen lugar en Japón. Calculan los expertos que eso lo ocasionan las 2000 fallas activas que se existen en el archipiélago.

En Niigata hay tres de esas fallas. El día 23 estas causaron 1.660 deslizamientos de tierra, removieron 7000 metros cuadrados de terreno. Esos deslizamientos cerraron por completo el cauce de rios que inundaron zonas agrícolas y aldeas.

Que se sepa, no ha muerto ni un extranjero. De los 14.031 oficialmente registrados en esta prefectura, 147 son peruanos y doce bolivianos.

Miedo sí, costumbre también. Es muy raro, cuando ocurre un sismo, observar conductas de pánico o de histeria colectiva. La gente se mantiene por lo general serena. No pierde el orden, la compostura ni las prioridades. Aquí los manuales antisismo recuperan su dignidad. Su sentido.

En todo caso, los japoneses están habituados y llevan con estoicismo estas contingencias. Pueblo fuerte el japonés. Con un espíritu sometido a pruebas permanentes. Templado por tifones, terremotos, tsunamis. No se puede esperar menos de un pueblo que además ha sobrevivido a dos bombas atómicas.

Que la paz llegue a Iraq



A veces los políticos se toman la vida con demasiada frivolidad y convierten una oportunidad de grandeza en un acto vil y despreciable. Bastó que el Primer Ministro dijera a la prensa que Japón jamás se pondrá de rodillas ante el terrorismo internacional, para que en un escondrijo a las afueras de Bagdad, un grupo de militantes extremistas, opuestos a la invasión norteamericana y a la ocupación extranjera, degollara al "mochilero" japonés Shosei Koda.

La víspera, Shosei Koda, había sido presentado en televisión por los militantes encapuchados que leían una proclama, prometiendo ejecutar al chico japonés si ese país no retiraba de inmediato sus tropas. Un pálido pero sereno Koda rogaba a Koizumi por su vida, diciéndole, "disculpe usted, pero mi cabeza está en sus manos".

El día que Koizumi ''decapitó'' a Koda, visitaba a las víctimas del terremoto de Niigata. Como buen político llevaba consuelo y promesas. Y ponía cara de circunstancias en las fotos, porque hay que pensar en las elecciones, claro está.

Koda tenía 24 años de edad. Era aficionado a la fotografía. Hijo de un funcionario de la NHK, el chico buscaba su lugar en el mundo. Hacer algo útil. Y al encontrar ese algo útil, encontrar el sentido de su vida.

Ya Koizumi, ante casos de rehenes parecidos, había advertido que no iba a interceder por más japoneses que fueran atrapados en Iraq. Que ya no salvaría más periodistas ni a quien se aventurara por esos lares donde la gente no teme al diablo ni respeta a Dios.

Los verdugos de Koda no tuvieron compasión. Antes de degollarle lo torturaron. Días después de la valiente y patriótica declaración de Koizumi, Koda fue hallado bocabajo pero con la cabeza doblada hacia la espalda.

En Bagdad ya no hay compasión. Tampoco en Washington ni en Tokio. Sólo la familia de Koda la tiene. No culpa a nadie. Sólo ruega al cielo que la paz llegue a Iraq.


El manual

Son pocos los que se toman la vida al pie de la letra. El japonés es uno de ellos. Tienen un manual para cada cosa. Una manual de instrucciones sobre lo que tiene que hacer y cómo lo tiene que hacer. Detallado, explicado, numerado e ilustrado para evitar yerros, equivocaciones.

Quizá suene exagerado. Pero un japonés no es nada si no tiene un manual. Un manual que le ahorre el proceso de pensar. Porque hasta pensar tiene sus pasos. Se podría afirmar que este apego al manual es inherente a su forma de ser, a su cultura.

Japón es uno de los pocos pueblos que ha tenido una continuidad histórica. No ha sido avasallado como ha ocurrido con la América indígena. Ha mantenido el japonés una línea en su identidad, en su cultura, en su idioma y religiones.

Su esencia se ha mantenido a través del rito, de la repetición, la costumbre. Todo está impregnado por la tradición. El arte, la gastronomía, la arquitectura, la convivencia y la etiqueta social, todo. Hay formas de cultivar, de construir, de elaborar, de cocinar milenarias. Que están escritas en papel hace varios cientos de siglos. Que ha sido la mejor forma de preservarlas. Dejando manuales de procedimientos y de conductas para cada tarea.

Echar un vistazo a una librería nipona es bucear por la idiosincrasia de un pueblo que hace mil años mantiene el mismo linaje real. Que es fiel así misma. Más allá de los libros y manuales de ikebana, ceremonia del té, bonzai, judo, karate, kimono, hay manuales que instruyen al neófito en el viejo arte de la almohada en ochenta sesiones fotográficas. Manuales de cómo conseguir empleo y de como perderlo. Manuales para ser un bateador infalible o un ciclista de alta montaña. Manuales para saber cómo comportarse en un matrimonio y en un funeral. Manuales para catar el caldo de los vinos. Manuales para saber decir y saber callar. Manuales de buenas y malas costumbres. Manuales para ser un buen jefe o un excelente subordinado. Manuales para ser un hombre rico. Y manuales para no ser pobre. Manuales para ganar elecciones y erecciones. Manuales que te enseñana a usar los manuales. En fin, manuales que te explican como matarte con 500 ejemplos gráficos de suicidios bonitos.

El último manual interesante lo encontró a finales de junio la policía de Osaka. En una de esas redadas por esos barrios sórdidos donde la gente de mal vivir planea cómo ganarse el pan a costa de la gente del buen vivir. Se trata de un original y auténtico Manual de Delitos. El libro de marras explica con lujo de detalles cuanta modalidad de robo existe, desde robar bolsos en almacenes, trenes y restaurantes hasta como apoderarse de un automóvil sin forzar la cerradura.

El libro contiene más de 100 páginas. Estaba en una oficina abandonada por un grupo de yakuzas. Da recomendaciones dignas de figurar en un texto de lectura honesta. Por ejemplo, dice: "actúa con cuidado y con toda responsabilidad", además da información sobre técnicas útiles para distintos delitos y justifica la vida criminal con argumentos como "que no hay otra forma de ganar dinero en esta sociedad".

Este Manual del Delito tenía el precio impreso en la contratapa: 11.000 yenes, unos 114 dólares. En todo caso, el delito tiene aquí quién le imprima.

Lima



Lima es el nombre del restaurante de comida peruana que ha abierto Juana Fujimori, la hermana mayor del ex presidente Alberto Fujimori. El restaurante está en Tsukuba, prefectura de Ibaraki, a unos 60 kilómetros al noreste de la ciudad de Tokio.

Tsukuba es una ciudad universitaria que está fuera del circuito de ferrocarriles. Hay que abordar un autobús para llegar a ella. 60 minutos si se parte de Tokio y 80 minutos desde el aeropuerto internacional de Narita.

Juana y su restaurante Lima aparecieron en la semana del 7 de octubre en un artículo de la revista Shukan Bushu, un semanario que aborda temas de actualidad. Juana dice a la revista que se estableció en Japón en el año 2000, después de que su hermano Alberto renunciará, vía fax, a la presidencia de su país.

Aunque se sabe que el grueso de la familia de sus esposo, Isidro Kagami, reside y trabaja en Japón, Juana, en todo caso, es la primera muestra visible de que un miembro de los Fujimori se gana los frejoles honestamente en Japón.

De Alberto sólo se sabe lo que él dice, o lo que él pregona. Que se gana el sustento dando charlas y conferencias, o por último, que subsiste en la capital más cara del mundo de las dádivas de sus amigos prósperos e influyentes.

En todo caso, el restaurante Lima de doña Juana trata de establecer una nueva imagen de la familia Fujimori en Japón. Es decir, de gente de trabajo, de gente que, después de haber estado en la cima del poder en su país es capaz de meterse en una cocina y preparar menús de 680 yenes que les ayuda a pagar el sustento diario.

El hecho de publicitarse en los medios nipones no es casual ni fortuito. Sobre todo tratándose de una familia extremadamente celosa y reservada como los Fujimori.

Después de cuatro años en Japón, los Fujimori bajan al llano y como cualquiier "dekasegi", como cualquier trabajador inmigrante latinoamericano decide probar suerte invirtiendo sus sudados ahorros. No se sabe si se trata de los soles que juntaron en Perú o de los yenes que supuestamente ahorraron en Japón en estos últimos cuatro años...

De ahora en adelante, ya no se dirá que los Fujimori en Japón viven de los "lingotes" de oro, de las millonarias coimas ni de los millones de dólares que tienen ocultos en paraísos fiscales, sino que trabajan y se ganan el tazón de arroz con el sudor de su frente.

Tampoco debe extrañarnos que dentro de muy poco, otra revista nipona publicite a un Alberto Fujimori disfrazado de campesino dedicado a la siembra de yuca, o a la crianza del bacalao en una alguna granja de peces.

Yo, robot




Los japoneses sienten una gran pasión por los robots. En su industria automotriz, al menos, ya trabajan sin pausa ni queja. Son armatostes que en nada se parecen al prototipo de robot de aspecto humano. Allí, en líneas de ensamblaje, esos robots elementales de brazos articulados, cables y aire comprimido, van armando las partes de un automóvil.

Compañías como Sony o Honda están a la vanguardia en esta tecnología. Suelen presentar cada año el mismo robot pero mejorado. Con más habilidades, menor tamaño y peso. Uno de ellos, el Asimo, tiene todo el aspecto de un astronauta con escafandra. Camina, sube escaleras, si le empujas recupera el equilibrio, saluda, estrecha la mano y puede inter actuar con la gente.

Sony tiene un robot semejante pero más comprimido. Si el Asimo mide un metro y medio, el robot de Sony no pasa de los 45 centímetros de altura. Parece de juguete, un robot de bolsillo. Y está más cerca del mercado que el Asimo. De hecho, Sony llegó primero al mercado consumidor con un robot doméstico, un perro llamado Aibo, la mascota ideal. No come, ni caga ni mea y ni se enferma. Es un jugete interactivo que viene con un montón de accesorios. Hueso de plástico incluído . Uno puede dejar el Aibo conectado en el enchufe para que se cargue toda la noche.

Pero el robot ideal, emblemático de los japoneses es el afamado Atom boy (Astroboy ) esa serie de dibujos animanos que hechizara a millones de niños. Astroboy (para los latinoamericanos) era un niño robot con corazón humano que salva al planeta de más de un villano y de más de una invasión extraterrestre.

El autómata, el robot que haga lo que nosotros no queremos o no podemos hacer es un sueño que acompaña al hombre desde que le dijeron que era una copia de Dios, una criatura hecha por Él a su imagen y semejanza.

El reloj de cuerda, con sus engranajes y resortes sincronizados, es el primer artefacto, el primer "robot" que fue capaz de capturar y hacer tangible con su tic, tac la noción del tiempo. Su mecánica interior sirvió de base para crear, desde la edad media, ingeniosos aparatos mecánicos que reproducían el movimiento humano con "muñecos" que tocaban campanas, cornetas además de hacer otros malabares.

En la literatura, el doctor Frankenstein tuvo el suyo, a partir de órganos y miembros de cadáveres que fue juntando y cociendo antes de insuflarle vida con la electricidad generada por el rayo de una tormenta atmosférica. Finalmente, su creación, una criatura horripilante, atenta contra él mismo.

La metáfora de la criatura que se rebela contra Dios, contra su creador para destronarle, es la misma ansiedad y angustia que experimenta el hombre cuando imagina o sueña un mundo compartido con los robots.

Antes de que se construyera los asombrosos robots de Sony o Honda(al que se le está buscando una función práctica y recreativa, por ejemplo, atender enfermos, velar niños o cumplir funciones riesgosas en caso de incendios o de los ya frecuentes y alarmantes escapes radiactivos), a finales de los años 50 un imaginativo escritor y divulgador científico llamado Isacc Asimov escribió el relato Yo, Robot, donde dejó sentados los mandamientos que deben regir la conducta del buen automáta.

Son tres leyes esenciales las de Asimov.

1.- Un robot no puede hacer daño a un ser humano ni, por inacción, permitir que lo sufra.2.- Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto cuando tales órdenes vayan contra la Primera Ley.3.- Un robot debe proteger su propia existencia con tal de que dichaprotección no vaya contra la Primera o Segunda Ley. (Manual de Robótica. 56ª edición, 2058 d. de C.» Del Libro de "Yo, Robot" de Isacc Asimov)

Basado en este libro, está en los cines del mundo el film estadounidense I, Robot, protagonizado por Will Smith y Bridget Moynahan. La película muestra un futuro inmediato plagado de robots que desempeñan las mismas tareas que los trabajadores inmigrantes regulares e irregulares cumplen hoy en los países industrializados: recolectar la basura, servir de mozos en los restaurantes, trabajar de obreros, cuidar ancianos, niños y efectuar todos los quehaceres que demanda esfuerzo, tedio o peligrosidad.

Una película con todos los elementos del género. Vertiginosa, ágil y sobre todo violenta. Y curiosamente sin una pizca de sexo. Cosa rara tratándose de Hollywood. Salvo el toqueteo que hace la Bridget Moynahan al cuerpo de Will, en toda la película no hay un solo polvo y ni siquiera un besito.

Sólo movimiento, acción. Con unos efectos especiales de ordenador que la abaratan. Que apenas si requiere actores de carne y hueso pero sí muchas escenas y escenarios virtuales. Un film donde el grueso de la torta se lo lleva el carismático Will Smith, cuyo único registro actoral es ser él mismo, repetirse con sus muecas y gestos en cada una de sus películas.
Al robot protagonista y a los miles de robots extras les pasa lo que les pasa a esos miles y miles de de trabajadores ilegales en el primer mundo. Ni se llevan los aplausos ni los créditos. Están pero no existen.


Tres historias


1


Hércules Kanashiro tenía dieciséis años cuando murió asesinado por sus compañeros de colegio en un descampado próximo a un río en Hamamatsu. Fueron cinco sus verdugos. Hércules se defendió como una fiera. Y es que era un chico muy fuerte. Un chico brasileño que corría por sus venas sangre alemana, japonesa y sangre de indios amazónicos. De una de esas razas heredó un porte macizo y de las otras dos el temple y el coraje que obligó a los matones de su salón a unirse para propinarle en grupo (ijime) una paliza que no se atrevían a hacer de manera individual.

No había razón para que Hércules Kanashiro muriera como murió bajo una andanada de golpes de bates de béisbol y puntapiés. Hubo premeditación, ventaja, alevosía, diría el fiscal, y por supuesto muchísima saña en aquel cobarde crimen.

Tuvieron que amortajar su cadáver para que no se le viera su mala muerte. Era una masa de hematomas y huesos quebrados aquel chico de cabellos largos y sedosos. De ojos grandes, negros y achinados. De labios sensuales. Hércules que era todo un "sansón" gozaba de una inaudita popularidad entre las chicas de su edad, era admirado por sus maestros y envidiado por sus condiscípulos. Además era un deportista sin par. Sus virtudes constituían paradójicamente en su peor defecto.

En una sociedad donde reza el lema que al clavo que sobresale hay que martillarlo, individualismos como el de Hércules resultaban no sólo un desafío sino también una odiosa provocación.

Claro, con lo fuerte y valiente que era para Hércules hubiera sido fácil plegarse y formar parte de un grupo, incluso de liderar una de esas bandas. Pero esas cosas no iban con su carácter. No había nacido para chantajear al débil ni para encabezar una manada de lobos.

Cuando la policía detuvo a los chicos criminales, todos ellos lucían las huellas que Hércules les dejó de recuerdo. Digamos, un ojo amoratado, un diente menos, una fisura en alguna costilla o una fractura en el tabique nasal. El día que le dieron la paliza y le mataron junto al río, Hércules los desafió a pelear a puño limpio uno por uno. En los chicos nipones imperó el lema "no somos machos pero somos muchos".

Hasta hace unos años se vio a los padres de Hércules portando un letrero escrito en japonés en el que clamaban justicia en la calles de Hamamatsu. Los cinco chicos purgaron sus penas y dejaron el reformatorio juvenil cuando alcanzaron la mayoría de edad. De eso, hace un par de años. Sólo uno de ellos dio muestras de arrepentimiento. Se rapó la cabeza y se hizo monje budista.


2


Un abogado le había dicho a doña Leticia que podía conseguir la visa si demostraba a la justicia que su hijo, Jairo, sufriría daños pedagógicos irreparables si era deportado a su país. El alegato del abogado era que Jairo era en ese momento más japonés que colombiano. Sí, un chico culturalmente japonés, decía. Aseguraba el abogado que Jairo era como cualquier otro chico japonés de su edad fanático del Play Station, de las mangas y de las canciones anodinas de los Smap. Además, había olvidado el idioma materno y deportarlo era echar abajo su educación nipona, y desperdiciar la inversión de seis años de educación japonesa recibida y que tanto dinero había costado al Estado.

Doña Leticia nunca supo cuándo se le fue por el mal camino el pequeño Jairo. Hasta los doce había sido un niño dócil, obediente e introvertido. Pero ahora, el chico tenía dieciséis y medía un metro ochenta de estatura, y aunque era dueño de un vozarrón que infundía miedo, seguía siendo un adolescente impresionable.

La madre de Jairo le echaba la culpa a la mala junta, a los amigotes del colegio vespertino al que asistía porque no había obtenido el puntaje requerido para continuar su educación en un colegio público. No le gustaba que se juntara con el Achan ni con el Chankun, un par de malandrines que no tenían otra aspiración en la vida que ser danzarines profesionales o en el peor de los casos, chimpiras, aprendices de yakuza.

Si Jairo se hizo amigo de Achan y de Chankun fue porque los tres eran iguales. Chicos solos, sin afecto y desatendidos. Achan era huérfano de madre y vivía con su padre, un jardinero alcohólico. Chankun vivía con su madre, una "Mamasama" que administraba un bar karaoke. Después de cerrar el establecimiento más allá de las tres de la mañana, solía acostarse con algún amigo o cliente ocasional. Uno de esos amigos o clientes ocasionales fue el padre de Chankun.

La madre de Jairo, tampoco tenía mucho tiempo. Trabajaba de sol a sol. Empaquetaba obentos en una procesadora de alimentos que abastecen a las tiendas de conveniencia. Salía muy temprano y llegaba a casa a las ocho de la noche.

Jairo creció solo en un pequeño apartamento de mala muerte. Para no sentirse tan solos, Achan, Chankun y Jairo unieron frustraciones, miedos y sueños. Dieciséis años nomas tenía el Jairo cuando huyó de casa. Cambió las palizas de su madre por las caricias de una tal Akemi, una de esas jovenzuelas que se prostituyen en el centro de Tokio por un perfume francés, una reloj Chanell o un bolso Prada. Dicen que vive con ella, en una estrecha pieza sin calefacción cerca a Ikebukuro.

Jairo nunca se presentó a la oficina de inmigraciones y la justicia archivó su caso. Con la huida de Jairo, su madre no pudo conseguir la visa y retornó a su país. El abogado suele recibir llamadas de un Jairo que no piensa dejar Japón. Afirma el Jairo que este es su mundo. Volver sería una locura, le dice. Ya no sabe, ya olvidó el español. Además Akemi espera un hijo suyo.


3


Cuando el entrenador del colegio lo vio obeso y a la vez ágil pensó en él como un buen prospecto de sumotori, uno de esos voluminosos luchadores que pelean en una pequeña arena de combate cubierto apenas con un taparrabos.

Felipe es uno de esos chicos peruanos que ha crecido alimentado con avena, abundante menestras y harta papa. En realidad siempre fue un niño descomunal, enorme para su edad. A los trece parecía un chico de dieciocho años. Y en esa escuela pública en Aichi ken, Felipe era imbatible. Lanzaba fuera de círculo a otros chicos más grandes y obesos que él.

El profesor de educación física, un ex sumotori, lo recomendó a una prestigiosa escuela de sumos en Tokio. Felipe, quien no es bueno ni para las letras ni para las ciencias, ha preferido el gimnasio, el sudor y la fatiga del entrenamiento al estudio. Le cuesta levantar un libro y mucho más leerlo. Su madre estaba feliz y su familia orgullosa. Felipe podía convertirse en el primer nikkei peruano profesional de sumo.

Durante un tiempo fue lo único que se habló entre los amigos de la familia de Felipe. Sin embargo, un año más tarde, Felipe, que llegó a pesar 115 kilos, renunció y se marchó de la escuela. No soportó la vida del aprendiz. La dura y jodida vida del discípulo. Sometido a los caprichos de sus superiores. No había nacido para bañar ni limpiar con papel higiénico el enorme culo del campeón nacional nipón, un hawaiano de casi 200 kilogramos al que debía servir como un criado.

Pero la verdad es otra. En el machista universo del sumo, Felipe no quiso asumir el femenino rol que sus superiores pretendían asignarle. Es decir, someterse a los caprichos eróticos del campeón ni de la corte de sumos que lo rodeaban. Felipe se retiró de la escuela de sumo y al menos ahora no le resulta pesado levantar un libro y leerlo. En la actualidad estudia idiomas en una universidad de Kyoto. Dice que para maricón no ha nacido.

Hojas Sueltas

Escribir es poner una letra detrás de otra, una palabra detrás de otra, un párrafo detrás de otro y así sucesivamente. Así, juntas, reunidas, hiladas nos permite preservar datos sencillos, información básica, ideas sueltas, sentimientos complejos, en fin, todo lo que deseemos transmitir y por último conservar (en papel o en el soporte virtual de un ordenador) antes de que se diluya en ese agujero negro que es el olvido.

Escribir, sólo por el placer de hacerlo, es el proposito de este blog. No hay en esta tarea ni una pìzca de pretensión estética o literaria. Son Hojas Sueltas, de esas que al llegar el otoño dejan caer los árboles para que las pasee el viento.