sábado, diciembre 04, 2004

Un paso al más allá...





Japón tiene una de las tasas de criminalidad más baja de los países industrializados pero una de las más alta en suicidios* . Son pocos los crímenes, es cierto, pero los que se cometen son incomparables en crueldad y sadismo.

Niños que degüellan o decapitan compañeros de escuela, asesinos que no dejan rastro después de pasar por cuchillo a toda una familia, un depravado que no contento con ahogar a su víctima, una niña de siete años, le arranca los dientes, en fin, los crímenes más macabros.

Por lo general, se trata de psicópatas. De aquellos que te rebanan un brazo o te despanzurran sin pestañear. Son seres con fallas de "fabricación", con una psique que no se estremece ante el dolor o el sufrimiento ajeno. Hay en ellos una obstinación irrefrenable de saciar esos brutales impulsos.

Pero de la edad no hay que fiarse. En los últimos años, los crimenes más atroces lo han cometido adolescentes y jóvenes. Uno de estos precoses asesinos mató hace algún tiempo a una anciana con un bate de béisbol. El chico declaró a la policía que lo hizo simplemente porque quería experimentar la sensación de matar a un ser humano. Antes había matado muchos pero virtualmente en la consola de un juego de vídeo game.

Suicidios

Los suicidios aquí también están a la orden del día.

De un tiempo a esta parte se ha vuelto una moda quitarse la vida en grupo, previo contacto a través de ciertas páginas de internet o de un chat.

"Oye, ya no le encuentro sentido a la vida, ¿y tú?"
"La verdad que yo tampoco"
"¿Qué tienes que hacer el próximo jueves?"
"En la mañana, pasear al perro y por la tarde tengo cita con el dentista"
"Muy bien, ¿qué te parece si nos quitamos la vida después de la consulta con el dentista?

No son suicidios sangrientos, tipo harakiri, en el que tú mismo te tienes que abrir el vientre con un filudo cuchillo. De ninguna manera.

Los suicidios que están de moda son más bucólicos, por lo general, en un camino apartado, cerca de algún bosque y lejos del mundanal ruido de la ciudad. Hacia allá se dirigen no precisamente a respirar aire puro sino monóxido de carbono.

Una parrilla portátil, varios trozos de carbón, fósforos, la cabina de un coche con las ventanas cerradas, un poco de sake o whisky junto con un relajante somnífero, son algunos de los elementos -cuyo valor no llega ni a los 100 dólares- que se emplea en un suicidio colectivo, claro está, previa repartición de los gastos.

Antes no era así. Hasta hace unos siete o diez años, los japoneses se quitaban la vida saltando de las azoteas de los edificios. Lo único que dejaban arriba, eran sus zapatos, uno al costadito del otro con una carta dirigida a quien correspondiera, donde el futuro difunto aclaraba que no se debía de responsabilizar a nadie de esa drástica determinación.

En todo caso eran muertes feas, desagradables. Porque al impactar sobre el pavimento salpicaban.

Las religiones en Japón (budismo y shintoismo) no prohiben, censuran ni condenan este acto. Culturalmente, el suicidio está enquistado en su historia y en sus costumbres. Para salvar el honor y la vergüenza.

La reencarnación, la posibilidad de volver a vivir una vida más beningna con un destino más afortunado que el que dejan, es un atractivo.

Dormir respirando monóxido de carbono está de moda. Lo terrible de todo esto es que hasta en esas cosas hay modas.



(*)Según las estadísticas del Ministerio de Salud nipón, 32,082 personas se quitaron la vida en el 2003, un récord histórico que supera la cifra de 31,775 suicidios de 1998.




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