sábado, enero 27, 2007

En la Corte





La sala del tribunal para los delitos comunes es más pequeña.
Allí se ventilan hurtos, infracciones de tránsito y cualquier otra falta menor.
Como infringir la ley de inmigración y refugiados.
No requiere sino de la presencia de un sólo juez.
Los casos de homicidio y otros crimenes atroces demanda la presencia de tres jueces.

El juez, por su investidura, ocupa un gran sillón en el estrado principal. Es lo más suntuoso de la sala. Desde allí absuelve o condena.
No es un sillón cualquiera.
Uno que no sabe, sabe al ver aquel sillón que allí se sienta alguien importante.
Se trata de una butaca de respaldar elevado, mullido, cómodo. Parece de cuero.
Es algo así como el trono de la justicia.
Y la justicia no debe sufrir de almorranas. Las almorranas dan fallos arbitrarios, injustos.

Viste una toga negra el juez. Negra como el alma y la conducta de los muchos que allí llegan.
Para demostrar su inocencia o corroborar su culpabilidad.

Cuando su señoría ingresa a la sala todos se ponen de pie. Hasta el que no quiere.

Un renglón más abajo, hay un escribano que transcribe lo que dice el reo, lo que dice el abogado, lo que dice el fiscal y el juez que lo sentencia. En el llano, en los margenes de la sala se alinean, frente a frente, la mesa que ocupa el fiscal acusador y la mesa del abogado defensor.

Son mesas con folios y expedientes. Con papeles, muchos papeles.
La punta de papel del inmenso iceberg que ceba la burocracia jurídica. No lo digo pero lo pienso: el papel debe ser la partida de nacimiento de la civilización.

En el justo medio, y de cara al juez, está el banquillo del acusado.

Más allá de una baranda de madera, están las butacas reservadas para el público.

Detrás y por encima de esas butacas cuelga como único adorno un reloj de pared. La medida de la justicia no es el espacio sino el tiempo. Y el tiempo de la justicia discurre a otra velocidad. No es el mismo el que purga el sentenciado a cadena perpetua que el que espera la hora del patíbulo.

Japón ahorca a sus criminales.

(Francia los guillotinaba y Perú los fusilaba)

Después de media hora los descuelga para saber si están bien muertos.

Afuera, en el largo pasillo, una serie de puertas numeradas dan acceso a las distintas salas de audiencia. Cada una tiene una pizarra informativa donde aparece el horario de cada juicio, su duración, el nombre del juez, el tipo de delito y los nombres y todos los alias del acusado.

Cada sala tiene un panel luminoso cuya luz verde indica que dentro de ella se está ventilando un proceso. Para evitar interrupciones o distracciones inoportunas, un pequeño visor en la puerta permite ver quién y qué está ocurriendo en la sala sin necesidad de abrir la puerta.

Minutos más minutos menos, los juicios acaban con la misma puntualidad con la que llega a la estación el tren Yamanote Line o los buses metropolitanos.

El juicio empieza, obviamente, cuando aparece el protagonista: el acusado. Llega esposado y con una soga amarrada alrededor de la cintura. De ella tira uno de los dos policías que lo custodia. Costumbre arraigada que tiene la policía japonesa de trasladar, como si de una res se tratara, a los presuntos delincuentes. Como si no bastara con el moderno acero de las esposas.

El aire vulnerable, de desolación, de recogimiento de los que comenten delitos, sean avezados o primerizos, es el mismo. Ahora, el que allí entra esposado, amarrado y flanqueado por dos policías es un peruano ilegal, de 39 años, nacido en la sierra de Lima. Está acusado de violar la ley de inmigraciones e infringir la ley de tránsito, al manejar un coche sin licencia de conducir.

Le quitan la esposas, desanudan la soga que le rodea la cintura. El juez le dice que se acerque y él va hacia el banquillo de los acusados. El intérprete de la Corte media entre ambos.

"Puede permanecer callado si desea -le advierte el juez- porque debe saber que todo lo que usted diga en este tribunal puede ser usado en su beneficio o en su contra".

El proceso ha comenzado...

jueves, enero 11, 2007

Sobre habas (o)






En todas partes se cuecen habas.
En los transportes públicos hay un área de asientos reservados.
Los iconos de una mujer embarazada, de un hombre con muletas y de un anciano con bastón indican quienes son sus destinatarios.
Pero nadie hace caso, o muy pocos practican, por aquí, esa forma civilizada de la cortesía.
La masa que sube y se atropella en los pasillos de los trenes le importa un pito los ancianos, los escayolados o las gestantes. El asiento es una res, un antílope que hay que cazar a empellones.
Una vez allí, ocupando el lugar que no merece, la masa finge dormir, leer el periódico con tal de no perder el privilegio de la comodidad.
De pronto, alguien se para y cede el asiento a la pobre mujer que debe ir por su octavo mes de embarazo. Quien cede el asiento es otra mujer, anciana ella, con várices en los tobillos. Su gesto incomoda a todos aquellos que simulan dormir o leer el Mainichi shimbun o algún grueso volumen de manga.
En honor a la verdad, a veces, yo también finjo dormir.
Sí, pues, en todas partes se cuecen habas.




(o)Las disculpas del caso. Cinco meses después he hallado en la vieja agenda del 2006 -al pasar números y datos a la nueva del 2007- la clave para acceder a este blog. Aunque suena a cuento yo también quiero creerlo. Pienso tatuar la clave para no olvidarla. Busco la piel apropiada.