sábado, marzo 19, 2005

1942 (*)











Mi abuelo, que se llamaba Kanekichi, estaba convencido de que Japón iba a ganar la guerra. Solía reunirse con sus paisanos en la trastienda, bajo la humeante luz de un lamparín de kerosene. Bebían cañazo, fumaban tabaco negro, chacchaban hojas de coca y tragaban porciones de arroz envueltas con algas deshidratadas que la abuela Tora compraba en el barrio chino. Entonces, mi abuelo y sus amigos, leían en El Comercio las últimas noticias de la guerra y desplegaban sobre la mesa del comedor un lastimado mapa mundial con el objeto de ubicar los lugares del fulminante avance del Ejército Imperial, que por aquellos días se desbordaba por todo el Sudeste asiático. Chocaban sus copas, brindaban a la salud del Emperador, entonaban desafinadas marchas militares que elogiaban el valor del soldado nipón durante la guerra ruso-japonesa, aprendidas quien sabe, cuando todavía eran niños o adolescentes.

Lo sé porque mi madre me lo contó. Ella tenía once años cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Para mi madre, la guerra era algo que ponía contento al abuelo y a sus amigos. El mapa mundial abierto sobre la mesa sufría los dolores de esa algarabía. Estaba lleno de marcas de lápices; trazos ebrios que dibujaban nombres de lugares, fechas y reseñas de bombardeos, desembarcos y batallas.

Cada fin de semana, la pulpería del abuelo se animaba con esas presencias altivas y orgullosas. Más de uno de ellos se lamentaba de no estar con un fusil en el frente de batalla. Los que acudían a la trastienda del abuelo eran los amigos que conoció en el vapor, hijos de campesinos empobrecidos como él que se habían visto en la disyuntiva de emigrar por la crisis y la recesión económica de ese Japón emergente que por los años veinte pugnaba por un espacio en los mercados internacionales. Muchos de ellos tuvieron que vender o hipotecar sus tierras con la esperanza de recuperarlas trabajando en Sudamérica. Los amigos que acudían a la pulpería del abuelo eran hombres prósperos. Propietarios de restaurantes, peluquerías, florerías o relojerías.

Al cabo de quince años de vivir en Perú, con una esposa y cuatro hijos (tuvo siete) el abuelo Kanekichi, que había desempeñado diversos oficios, soñaba con volver después de que Japón infligiera una rotunda derrota a Estados Unidos y a sus aliados.

-Cuando acabe la guerra regresaremos a Japón y después, con toda la familia reunida,viajaremos a Singapur. Es un lugar con grandes oportunidades de negocios- solía decir el abuelo en la mesa familiar.

Cinco años antes de que se desencadenara la guerra, el abuelo había enviado de vuelta a las dos hermanas mayores de mi madre para que se educaran como auténticas japonesas.

Después de la batalla de Midway y Guadalcanal, las cosas se pusieron de veras muy feas para Japón. Una derrota siguió a la otra y así sucesivamente. Perú se alió a los Estados Unidos y el hecho de que dos o más japoneses se reunieran equivalía a un posible complot amarillo. Por precaución, el abuelo quemó el mapa mundial y los fines de semana el lamparín de kerosene dejó de encenderse. En los periódicos, Japón seguía perdiendo la guerra.

El abuelo sintió mucho temor de que pudieran repetirse los saqueos en Lima de los negocios japoneses del año 1940 y le angustiaba el hecho de ser el próximo deportado a los campos de concentración de Estados Unidos. Dos de los amigos que acudían a la trastienda habían sido detenidos y no se sabía nada de ellos. El abuelo tuvo que sobornar a la policía para que no se metieran con él. En las noches no pegaba el ojo por miedo a que los vándalos asaltaran su propiedad. Incluso, antes de las confiscaciones logró, por un influyente amigo peruano, retirar del banco veinte años de ahorros. Esa fortuna la entregó a un vecino de su absoluta confianza que luego desapareció con todo el dinero.

El abuelo murió en 1958, a los 69 años de edad, sin conocer Singapur. Lo enterraron en Ñaña, a las afuera de Lima, al pie de un cerro pelado y pedregoso. En los años sesenta, mi abuela Tora viajó a Japón poco antes de las Olimpiadas de Tokio. Fukushima, su aldea, era una ciudad próspera y totalmente desdibujada en sus recuerdos. El Tren Bala corría por primera vez por el esqueleto renaciente del país. Todo era muy rápido. No se habituó la abuela Tora. El reencuentro con sus hijas mayores estuvo atiborrado de silenciosos reproches. Quizá, por eso, la abuela volvió a Perú, al jardincito que cuidaba con esmero más allá de la trastienda, en un patio abierto desde el cual se podía divisar a lo lejos, el cerro y el cementerio donde dormía para siempre el abuelo Kanekichi.

En los años noventa emigré a Japón y pude conocer a Chie Ito, la hermana mayor de mi madre muerta. Era una anciana frágil de rostro endurecido. Del español solo recordaba la palabra "chirimoya". Sólo recordaba un pasaje triste y doloroso que se le quedó grabado en el alma.

-El barco levantó anclas y cuando se empezó a alejar del puerto, (El Callao) vi a tu mamá correr por el muelle con los ojos lleno de lágrimas. Recuerdo como batía su manita. La tía Ito Chie se puso a llorar y yo también.





(*) Una crónica familiar del autor.

martes, marzo 15, 2005

Crónica de una muerte anunciada





A veces la televisión nipona te sorprende con reportajes inauditos. De esos que tocan fibra. Que te estremecen. Que te arrancan las lágrimas con facilidad.

Supongamos que tienes 38 años de edad. Un empleo de esos que te permite rentar un apartamento en Hawai frente al mar, mantener un coche importado y una esposa maravillosa además de educar a cuatro hijos estupendos a los que les enseñas a correr olas los fines de semana. Allá, en la meca de las olas.

Sin embargo, un día vas al médico por un simple resfrío y sales del hospital con un diagnóstico fulminante: cáncer terminal. Un cáncer que se te metió por el estómago.

Lo siento, no te queda ni un año de vida, advierte el médico.

De eso versó el documental televisivo: la crónica de una muerte anunciada.

El conmovedor documental dura dos horas.Takeshi -por darle un nombre al protagonista- nos cuenta como era su vida antes de que se le manifestara la enfermedad. Fotos y vídeos nos muestran a un mozalbete de piel morena por el sol y una musculatura forjada por las olas. Nos cuenta que por las olas huye de Japón y recula en Hawai. Y allí, entre la playa, el mar, los amigos y los atardeceres, conoce a Akemi, otra apasionada de las olas.

No pasa mucho tiempo. Se casan en el mar de frac y vestido de novia blanco sobre una tabla hawiana.

Y así el documental va alternando pasado y presente. Background le llaman. Pasamos de los vómitos de sangre, las hemorragias, las idas y venidas al hospital, al ayer idílico, al ayer de dos padres primerizos que esperan como un milagro la llegada al hogar del primer hijo.

A sabiendas de que va a morir, Takeshi escribe un libro. A sabiendas de que va a morir, acepta ser grabado hasta el día en que ha de ser incinerado y sus cenizas arrojadas al océano.

A medida de que se va acercando el final, Takeshi nos confiesa sus esperanzas y temores, nos habla de los sueños que pudo realizar y de los sueños que quedarán inconclusos. La cámara lo muestra escribiendo sus memorias en un ordenador. La cámara muestra a Akemi llevando la cruz de ese calvario.

Los que diseñaron el documental no dejaron ni una abertura. Todo está registrado y editado. El miedo, la alegría, las angustias, el llanto y la esperanza.Takeshi y Akemi tienen cuatro hijos: una adolescente de trece años, un chico de once, otro de nueve y el más pequeño de cuatro años.

Mientras el deterioro físico de Takeshi se hace evidente cada día, ellos van preparando a sus vástagos de una manera simple y sin dramatismo -como deben decirse las cosas- que la separación es inminente y que la muerte no es un atropello contra la vida sino su natural y último renglón. Se ven secuencias de Takeshi con sus hijos en la orilla del mar. Corriendo olas. Incluso, en una secuencia, se observa a Takeshi en la playa con una enorme cicatriz en el abdomen. Una cirugía que no pudo detener el implacable avance de su mal.

En la media hora que resta del especial, se le ve a Takeshi en Japón. Ni los últimos avances tecnológicos pueden siquiera retrasar el desenlace. Y retorna a Hawai.

Todo, absolutamente es real. Los mocos, las lágrimas, la risa y el milagro de creer en la esperanza.

La agonía de Takeshi después de todo resultó bella, hermosa. Llevó su cruz con valor y dignidad. Con una sonrisa. Ha querido que sus hijos lo recuerden así. Sin llantos ni maldiciones en la boca.

Por último, un viaje de visita final a los amigos. Reuniones aquí y allá con los más íntimos en céntricos restaurantes. No pueden evitar el llanto. El amigo se les muere y no lo pueden evitar.

La madre de Takeshi ha llegado de Japón y le besa. Takeshi no le puede retribuir el beso. Yace en el ataúd rodeado de flores. Los familiares, los amigos cercanos rezan y lloran de cara al cajón. Los hijos de Takeshi depositan más flores. Papá no está muerto. Parece dormido, parecen decir.

En un yate, frente a la costa, la madre y la esposa arrojan las cenizas al mismo mar que Takeshi tanto amo. No contento con fondear sus cenizas en el agua, los camarógrafos acompañan a la viuda hasta el apartamento, hasta la cama vacía del difunto aún tibia de recuerdos. Y allí la sientan.

Probablemente, los réditos del libro y del documental televisivo permitirán que la viuda y los hijos de Takeshi puedan vivir cómodamente por algún tiempo. Quien sabe, puede que tengan asegurado los estudios en una universidad. En esta época no solo puedes vender tu alma sino también tu muerte.




miércoles, marzo 09, 2005

De damas y caballeros





Una cámara escondida en el vestíbulo mostró a un hombre japonés incapaz de manifestar sus sentimientos ni siquiera en la intimidad del hogar. Eran escenas matutinas, cuando el marido, después de desayunar, se despide de su consorte y se dirige a la oficina o hacia la fábrica.

En Occidente, despedirse de la esposa con un beso es habitual. En Japón no. No es costumbre. El programa televisivo puso en evidencia que los varones japoneses no se han occidentalizado en ese aspecto. Ese tipo de contacto físico lo reservan a las profundidades de la alcoba.

De las veintitantas parejas grabadas sin que él (ellos) lo supieran, sólo una se tributó gestos de cariño y de afecto físico. Se trataba de una pareja de ancianos. Ante la romántica solicitud de la mujer de toda su vida, el viejito sonrió. Volvió sobre sus pasos y le dio un piquito a su compañera.

El programa sólo pretendió divertirse con la reacción masculina: sorpresa, malestar y hasta vergüenza ante una esposa que cerraba los ojos y esperaba, como en las películas de Hollywood, que el marido juntara sus labios a los suyos.

Aunque la sociedad japonesa está cambiando, el hombre, en este terreno, no da marcha atrás. Se mantiene muy apegado a sus hábitos, prejuicios y a su rol social. La mujer, en cambio, se muestra más abierta a estos requerimientos de cariño y ternura.

Sonata de Invierno es una telenovela surcoreana que en el 2004 estremeció Japón. Propició una suerte de locura de amor en el país. Su protagonista se convirtió en un fenómeno mediático. Diarios, revistas, programas radiales y televisivos aventuraron opiniones y ensayaron artículos tratando de explicar el por qué las japonesas habían perdido el juicio por este actor de una ternura casi femenina.

De hecho, el protagonista, Yon Sama, cuyo verdadero nombre es Bae Yong Joon, se robó el corazón de la japonesa madura, otoñal para mostrar de paso a la nueva generación de adolescentes niponas que existe un tipo de hombre con el cual se puede mantener una relación más igualitaria y homogénea,.

Sin duda, en la actualidad, las jóvenes están procurando el "jun-ai" o amor puro. Un amor absolutamente platónico, donde el amor -y no el sexo- sea el fruto apetecible de dos que se aman con pasión y locura.

Las jóvenes, sobre todo, desean que esa relación esté dificultada por múltiples obstáculos para hacerla más romántica, a la manera de Romeo y Julieta. Y si este amor puro se inicia en la adolescencia y se mantiene con el paso del tiempo, tanto mejor. Las muchachas están convencidas de que el primer amor, llamado "hatsukoi", es el más sublime, y si en la relación, ocurre la desgracia de que uno de los dos muera, el amor cobra sólo entonces una dimensión casi pura, divina.

En fin, todo esto está muy bien. Sólo falta que varón, el macho japonés, aporte lo suyo y sintonice con su tiempo.