sábado, febrero 26, 2005

Tierra, asfalto y remesas






E
n Japón, como en todos lados, las ciudades están devorando las áreas rurales. El cemento y el asfalto impone su tiranía sobre las áreas de cultivo. Cuando uno viaja en el tren Bala (Shinkansen) de Tokio a Nagoya, hay en esos 300 kilómetros que los separa más paisaje urbano que bucólico. Más casas que cultivos. Eso quiere decir que mientras la población de empleados y de obreros crece, disminuye el número de campesinos que aran la tierra. Aunque el proceso de siembra, riego y cosecha se ha mecanizado, se ha automatizado, las faenas del campo exigen su cuota de sudor, de fatigas al intemperie y de tierra en la uñas.


Quizá, por esa razón, el neón y el vértigo de las grandes metrópolis atrae a ávidos jóvenes que buscan oportunidades de estudio y de trabajo en Tokio, Osaka, Nagoya o en otras grandes ciudades. Los pueblos, las aldeas se deshabitan y para contrarrestar ese flujo alguna áreas rurales de Japón "importan" novias filipinas o tailandesas con el fin de evitar que aquellos villorrios se despueblen.

Lo curioso es que en Japón hay más mujeres que hombres. En el 2004 un informe poblacional indicaba que habían 65.392.000 mujeres frente a 62.295.000 hombres. Más de tres millones de mujeres. Sesenta años después de la Segunda Guerra Mundial, Japón aún no logra equiparar esas cifras que la conflagración sustrajo.

Todo esto, sumado a la escasez de tierras de labranzas, una geografía insular accidentada, un clima marcado por el rigor de las estaciones, obliga a este pueblo de 127 millones de habitantes, importar el 40 por ciento de alimentos frescos que consume. Por eso, vender alimentos a Japón es un gran negocio. En América Latina, México, Brasil y Chile son sus principales abastecedores. En cualquier lado ya se puede encontrar pollos congelados de Brasil, vinos de Chile, aguacates de México y otra respetable cantidad de productos latinoamericanos.

Al respecto, la comunidad latina en Japón -conformada por unas 75.000 personas- está muy bien abastecida con productos de sus países. Existen regados por el archipiélago más de un centenar de pequeños negocios, entre tiendas de abarrotes, restaurantes, bares, salsódromos, empresas vinculadas con la importación y exportación, en pequeña escala, de todo tipo de mercaderías, desde ropa, libros, revistas, hasta cervezas, conservas, especias y otros productos elaborados en la otra orilla de la cuenca del Pacífico.

De hecho, los peruanos nikkeis (descendientes de japoneses) constituyen el grueso de los hispano parlantes que residen y trabajan en este archipiélago. Sin embargo, en número son desbordados por los nikkeis brasileños que suman un poco más de 300.000 personas.

Se trata de un valioso recurso humano que envía dinero, mucho dinero a su país. Dinero que permite sostener a su distante familia. De hecho, las remesas de los latinoamericanos se convirtieron en la más importante fuente de capital extranjero para la región. Según el Banco Interamericano de Desarrollo, BID, en el 2003 los latinoamericanos que laboran en EEUU, Europa y Japón, remitieron a sus países más de 38 mil millones de dólares. Ese monto fue mayor al total de la inversión extranjera directa más la ayuda oficial al desarrollo que recibieron los países latinoamericanos ese mismo año.

Mientras los rascacielos se multiplican y nos roban la luz del sol, hay cada vez menos espacio para arar la tierra pero cada vez más macetas en nuestras ventanas.





sábado, febrero 19, 2005

Un juicio








U
na vez asistí a un juicio. El acusado era un peruano de origen japonés de unos treintaidos o treintaitres años de edad. Formaba parte de una banda integrada por un par de brasileños y varios colombianos. Asaltaban camiones de caudales a la luz del día, justo cuando los guardias de seguridad retiraban, dentro de unas bolsas de lona, el dinero de los supermercados o de los cajeros automáticos.


El atraco era una simple emboscada. Nada de armas de fuego o navajas. El peruano, por ser el más alto y fornido de la partida -medía más de un metro ochentaicinco de estatura- iba adelante con un bate de béisbol de aluminio.

La fiscal, una abogado joven e inflexible, mostró al juez el arma del delito: el bate de béisbol. El juez examinó el implemento deportivo, comprobó su dureza y se lo devolvió. Se colocó las gafas y le dijo a la fiscal que prosiguiera. De vez en cuando, el abogado defensor intervenía aclarando las respuestas de su defendido cuando el juez le interrogaba.

Después de enumerar la fecha de los atracos, el monto de lo robado, la fiscal leyó el informe del médico legista que detallaba las lesiones físicas sufridas por los guardias de los camiones de caudales: traumatismo encéfalo craneano, costillas rotas y otros daños óseos que demandaban entre uno y tres meses de reposo y otro tanto de rehabilitación.

Antes de ser capturada, la banda había asaltado camiones de caudales en las prefecturas de Kanagawa, Saitama, Chiba y también en Tokio. El bate del béisbol del peruano había hecho célebre a esta banda. Su captura, que ocurrió al cabo de un año de pesquisas, fue un verdadero dolor de cabeza para la policía local.

Las sala de los tribunales se parecen. Un estrado elevado donde se sienta el juez principal secundado por otros dos magistrados. Un poco más abajo, el secretario que transcribe todo lo que se dice durante el proceso. Por ser extranjero había un traductor de español contratado. Y uno, frente al otro, el fiscal y el abogado defensor. Más allá, las butacas de la sala permanecían vacías, salvo las que ocupábamos nosotros, unos estudiantes de derecho y un par de desconocidos.

Cinco minutos antes del juicio, el acusado entró flanqueado por dos policías. Iba esposado y atado con una cuerda que le pasaba por la cintura. Es humillante ver un hombre privado de su libertad de esa manera. Luego, lo desataron y le retiraron las esposas de acero.

Cuando apareció el juez nos pusimos de pie.

Recuerdo que el peruano ingresó a la sala con cierta altivez. Pero se desmoronó cuando distinguió entre el público a una mujer inesperada. Durante la hora y pico que duró el juicio, la mujer no le quitó la mirada. Lloraba sin emitir un quejido. Era su madre.

El peruano fue condenado a veinte años de cárcel con trabajo forzado.









sábado, febrero 12, 2005

Objetos perdidos






Si olvidas tu paraguas en el tren y vas a la oficina de objetos perdidos de la compañía ferroviaria Japan Rail, JR, es muy probable que ubiques el tuyo entre los varios cientos y miles de paraguas que los empleados recuperan de los vagones después de los días de lluvia.

Paraguas, maletines, carteras, relojes, libros, prendedores, teléfonos portátiles, abrigos, suéter, bufandas, ordenadores, en fin, todo lo que uno pueda dejar olvidado, puede recuperarse -con un poco de suerte- en la sección de cosas olvidadas.

Y es que todavía persiste en Japón la buena costumbre de devolver lo ajeno.

Una vez olvidamos en un taxi un gorro de béisbol que ese día habíamos adquirido para nuestro hijo menor. Llamamos a la compañía de taxi que nos brindó el servicio. Nos preguntaron la estación y la hora aproximada en que lo abordamos. Cuarentaicinco minutos después, el chófer tocaba el timbre de nuestra casa.

-Siento la demora, pero no daba con la dirección. Sabía que los había dejado por este distrito pero no recordaba la calle exacta, se excusó el chófer al devolvernos el gorro.

No una sino muchas veces he dejado olvidado en la tienda lo que minutos antes había comprado. La primera vez lo dí por perdido porque me había dado cuenta de su falta dos días después, al comprobar que no estaban por ningún lado las dos camisas que figuraban en el recibo.

Un amigo japonés insistió en que volviera a Ito Yokado, así se llama ese gran almacén.

-Si allí lo has dejado olvidado, entonces, allí debe estar -me animó.

Me derivaron a la sección de objetos perdidos y dicho y hecho, allí estaban mis dos camisas en su paquete. Mostré el recibo y volví a casa con ellas. Aliviado y felíz.

En Japón todavía existen personas que no se quedan con lo que no es suyo.

El pasado, 29 de enero, un adolescente que mataperreaba cerca de un canal de irrigación en la ciudad de Hasuda, en Saitama, encontró en sus aguas varios cientos de billetes de diez mil yenes. Cada billete equivale a un poco menos de cien dólares. El chico informó del hecho a la policía. La policía recogió el dinero que estaba en buen estado y lo contó: quince millones de yenes, unos 142,000 dólares americanos.

Hace seis años, un compatriota encontró tirado en las calles de Hiroo, Tokio, un reloj Chanell de oro, de mujer, de 18 quilates y con toda la pinta de ser de colección. Ese modelo de Chanell estaba valorizado en Ginza en más de 10,000 dólares americanos. Finalmente, lo entregó a la policía. Al cabo de un año, como nadie lo reclamó, el amigo peruano pasó a ser su nuevo propietario.

De acuerdo con la ley, si dentro de un año nadie lo reclama, el chico que encontró el dinero también se embolsara esos 142,000 dólares. Con eso le basta y le sobra como para que pueda pagar sus estudios en la universidad privada más cara de Japón.

Bueno, pues: ¿Quién dice que no vale la pena ser honrado?




sábado, febrero 05, 2005

Mi querido viejo









Japón envejece. Y muy rápido. En el 2020, cada dos trabajadores tendrán que sostener a un jubilado. La proporción actual es de cinco a uno.

Un instituto local de investigación no bromea cuando afirma que la industria de las dentaduras postizas sobrepasará pronto a la del automóvil.


La población de Japón bordea los 128 millones de personas y los mayores de 64 años constituyen el 18,5 por ciento de la población. Hay más ancianos que niños o adolescentes, grupo que representa el 14,2 por ciento de la población.

En algunos distritos de Tokio, las escuelas cierran por falta de niños.

Mientras que el mercado infantil de consumo se achica, el de ancianos crece, se expande. Existe una industria que está floreciendo alrededor de ellos. Una industria que le fabrica hasta lo que no necesita. Desde pañales desechables, ropa sin botones, zapatos sin pasadores, baberos que no se ensucian, camas articuladas con temperatura, andadores, sillas de ruedas aerodinámicas, toilettes portátiles, vitaminas, ungüentos y otras pócimas que prometen devolverle sino la lozanía al menos la salud.

Ahora todo se hace pensando en el anciano. Los arquitectos diseñan viviendas sin desniveles para evitar que los descalcificados abuelitos tropiecen y se fracturen la cadera. O diseñan baños con agarraderas que impidan que se rompan la crisma.

Las empresas ferrocarrileras están pagando la deuda que tenían con sus ancianos usuarios. Están habilitando ascensores en todas las estaciones del archipiélago. Las escaleras eléctricas no aliviaron el problema, añadieron el riesgo de resbaladas y fatales tropiezos. Y por supuesto, de demandas.

Como se trata de un mercado consumidor en franco crecimiento, y con mucho dinero en el banco o bajo el "futón", las empresas de seguros han enfilado sus baterías hacia sus necesidades. Les ofrecen los más rentables planes de jubilación y de seguros. El paraíso en la tierra antes de ser cremados.

En eso, de buscar el paraíso en la tierra, se le adelantaron las agencias de viajes que cuentan en los jubilados su principal clientela.

Hasta el Gobierno está diseñando un programa que alentará la inmigración de enfermeras calificadas del Sudeste Asiático que se dedicarán a la atención de ancianos y de discapacitados.

Con un Congreso poblado de sexagenarios, los padres de la patria nipona toman las medidas ahora para resguardar esa vejez que se le refleja cada mañana en los espejos.

En fin, que no sorprenda a nadie si pronto los grandes almacenes o supermercados nipones habiliten un espacio para dejar a los abuelitos tal como ahora se deja a los niños. Con payasito y enfermera incluido.