El TÍO
Cronicuento: entre la crónica y el cuento.
El olor a muerto convocó a los vecinos primero y a la policía después. Al irrumpir y tirar abajo la puerta vieron al muerto suspendido de una corbata anudada a una viga. Un nudo mal hecho pero efectivo. Había estado colgado, probablemente, dos semanas. En ese tiempo, como que el cuello y la espina dorsal se le había alargado de tal manera que la punta de los pies del muerto rozaba la estera de tatami.
La policía de homicidios no halló vestigios que hicieran pensar en un ajuste de cuentas. No había signos de violencia, objetos rotos, muebles desparramados ni sangre. La habitación estaba desordenada, revuelta y no por mano ajena sino por propia. El futón estaba a medio doblar, el televisor encendido y la luz del velador también. El desorden de la habitación más bien correspondía al caos que rodea al hombre solo incapaz de retener un afecto, lavar un plato o planchar una camisa.
Estaba muerto entre botellas de ron, vodka, whisky y latas de cerveza, los inútiles medicamentos contra la soledad. Y era tan desolada su soledad que nadie le había echado de menos y así hubiera permanecido hasta siempre sino fuera por el hedor que delata la vida cuando cesa y se descompone.
El cuerpo estaba algo hinchado y amoratado, tenía la barba y las uñas crecidas y un mechón canoso se le desparramaba de la sien hacia el ojo desorbitado y apagado. La lengua le colgaba como un pescado obeso y por el lagrimal del ojo se percibía el movimiento de unas diminutas larvas. Al lado del cadáver había una mesa de sala y encima una hoja y un lápiz. Antes de quitarse la vida, el Tío había escrito algo.
Un mes atrás, el Tío pasó la Navidad en casa de su sobrino Omar. Se apareció con varias cajas envueltas en papel de regalo. Las repartió entre los tres hijos de su sobrino. Un desprendimiento sospechoso tratándose de un hombre disipado, que nunca tenía dinero en los bolsillos y si lo tenía era porque se lo debía a alguien.
Ante el resquemor del sobrino, el Tío le dijo ofendido que los regalos habían sido adquiridos con dinero honesto, ganado tras duras jornadas en la fábrica. ¿Qué te crees? Y debía de ser cierto. No apestaba a alcohol, estaba impecable y sobrio. Vestía un traje azul marino, camisa blanca y no usaba corbata. Lo que le faltaba en vergüenza le sobraba en orgullo.
Durante la cena, el Tío sólo bebió agua y se llevó los alimentos a la boca con parsimonia y cuidado modales. Si fingía, hacía muy bien ese papel de abstemio. Porque alcohólico era. Y de los buenos. Hasta permitió que los niños, que tanto detestaba, jugaran al caballito sobre su espalda con lo huraño que era. Si alguna vez intentó ser simpático y agradable, esa noche lo fue aún a costa del lumbago que padecía.
Después de la cena, Omar prefirió no abordar algunas deudas pendientes con el Tío. Era Navidad y temía echar a perder el esfuerzo de un hombre hosco, amargado que esa noche quizá deseaba aliviar sus desdichas sintiendo el fuego de un hogar que había sido incapaz de formar. Porque el Tío, a pesar de sus cincuenta y dos años, era un chico que se negaba a crecer. Se había quedado varado en los años Setenta. Viviendo las nostalgias de su generación, cantando las canciones de los Rolling Stone, dejándose crecer las patillas, el bigotito y la barba a lo Jimmy Hendrix. Emulando el andar y las poses de James Dean en Gigante, o vistiendo las chaquetas de cuero, los pantalones vaqueros y los zapatos de tenis de los protagonistas de American Graffiti. Y sobre todo conservaba un visceral desprecio por todo lo que representara autoridad, un rechazo contra toda norma que suprimiera sus deseos o limitara su libertad.
Veinte días más tarde, cuando enero seguía vigente, una llamada telefónica les preguntó si eran parientes de un tal Samuel Uchida Navarro. Era la policía. Su muerte corrió como reguero de pólvora entre todos aquellos que le habían prestado entre 1000, 5000 y 10.000 yenes. Era muy hábil el Tío urdiendo dramas y desgracias. Había perdido la cuenta de las veces que había matado a su madre, a su abuelo, o las veces que le había dado cáncer a uno de sus cinco hermanos, primos o sobrinos. Eso le permitía organizar colectas en las fábricas, en las iglesias vecinas a las que se sumaban solidariamente hasta los obreros japoneses que dejaban sus donaciones dentro de unos sobres de difuntos. Cuando ya no había a quien pedir ni exprimir, el Tío emprendía la retirada. Cambiaba de empleo, de ciudad y si el préstamo era mayúsculo, mudaba de Prefectura por otra donde nadie supiera de él ni de sus artimañas.
Cuando Japón le quedó chico y ya no tenía a dónde ir ni a quién embaucar, al Tío no le quedó otra cosa que establecerse en un lugar donde su presencia no hubiera sido tan perniciosa. Eligió Kamakura, la ciudad de su sobrino Omar. Fue Omar el que le consiguió la vivienda, el trabajo y la posibilidad de enmendar y apaciguar esa natural disposición que tenía el Tío de vivir a costa de los demás invirtiendo en la empresa el más mínimo esfuerzo.
Antes de Japón, el Tío había vivido durante veinticinco años en California y allí había hecho de todo: repartir periódicos, lavar platos, servir mesas, cosechar tomates, embalar manzanas, barrer oficinas, pegar carteles, pasear perros, criar pollos, manejar un recolector de basura y hasta tuvo su fase lumpen como consumidor y micro distribuidor de cocaína en uno de esos hacinados vecindarios latinos donde residía. Un balazo en el culo mientras huía de unos malandrines fue el mejor aliciente que tuvo para abandonar la senda de las drogas. Cuando ya pudo andar y sentarse decentemente en una silla se metió en una academia y aprendió English. La calidad de sus empleos mejoró y hasta logró un puesto de corrector en un diario latino de propiedad de un mexicano fronterizo.
El Tío trabajó en todas las ciudades, pueblos y poblados que puedan existir entre Los Ángeles y San Francisco, huyendo como siempre de sus acreedores. Para despistarlos se mudó a La Florida donde tenía un primo que se ganaba el pan en Disneylandia disfrazado del perro Pluto. Allá, en Miami, se movió entre los periódicos latinos como corrector. El mundo del periodismo lo mantuvo alejado de todos esos oficios vinculados con el sudor y la fuerza bruta que tanto detestaba. Cuando ya no tuvo a quién pedir prestado ni dinero para amortizar sus cuantiosas deudas, el Tío abordó súbitamente un vuelo que hizo escala en Los Ángeles antes de remontar el océano Pacífico con destino a Tokio. Había llegado a sus oídos que Japón se había convertido en el nuevo Dorado para los descendientes japoneses latinoamericanos.
Conversador, dicharachero, pícaro, el Tío era la clase de gente que causa buena impresión y simpatía desde el primer contacto. Además, poseía el cínico encanto de hombre de mundo que guarda en el bolsillo la llave del éxito. Eso, sumado a una labia, a un palabreo de vendedor de cebo de culebra, hacían de él un seductor irresistible. Eso explicaba de alguna manera, el cómo y el por qué había logrado embaucar durante tantos años a tanta gente.
Una de las pocas cosas de las que el Tío se lamentaba era el no haberse casado a los diecinueve años con Margarita López, la hija de don Eleuterio López Páucar, un regidor de la municipalidad de La Victoria y dueño del Sportivo, una tienda de artículos y ropa deportiva.
La había embarazado pero don Eleuterio la hizo abortar porque le parecía que el hijo del chino de la esquina era muy poca cosa para su hija. Hasta le mandó la policía que llegó a su casa con una denuncia por seducir y violar a una menor de edad. Fue por esa razón que el Tío viajó, entre gallos y medianoche, a Estados Unidos cuando todavía era un mozalbete. Si no hubieran ocurrido estas cosas, tendría ahora un hijo de unos 25 años de edad y acaso hubiera envejecido decentemente detrás de un mostrador, oyendo y difundiendo los chismes del vecindario, bebiendo cocacolas, fumando Winston y despachando la mercadería en la tienda de abarrotes de su padre.
“No he vivido el día de hoy y voy a estar pensando en el día de mañana”, solía decir el Tío cuando alguien le increpaba esa vida díscola de eterno y tierno adolescente, de joven rebelde, contestatario, amigo de la noche, del trago, la rumba y las putas. Pero hubo una cosa que el Tío no había previsto y era el irremediable paso del tiempo. Los jóvenes, grupo al que creía pertenecer de una manera vitalicia, lo fueron marginando y desplazando hacia al grupo de los adultos mayores que peinaban canas, caspa, papadas y barrigas cerveceras. En la calle los niños le cedían el paso y el asiento en el autobús. Las muchachas de piel tersa, muslos bronceados y de recién estrenados encantos juveniles, ya no le tuteaban sino que le decían respetuosamente Señor a pesar de su pantalones vaqueros y sus camisetas ceñidas que dejaban ver sus desbordes abdominales.
Todos esos cambios los fue notando el Tío muy a su pesar. En los hospitales, los médicos duchos eran de su edad. Las jefaturas y mandos medios de las fábricas estaban ocupadas por obreros experimentados de su edad. Los políticos que entraban en encendidos debates en la Dieta tenían su edad. Los maduros y consagrados actores de la televisión japonesa tenían su edad.
La vejez no empieza, la vejez llega. Primero fue la visión. El oculista le dijo que tenía que usar gafas. Luego le apareció un lumbago y unos dolores en la espalda, una neuralgia producida por el desgaste óseo de la columna vertebral. En un examen médico anual de su fábrica los análisis de sangre y de orina revelaron colesterol elevado y principio de diabetes. También perdió un riñón. Fue cuando orinó sangre cuando se embriagaba en un karaoke. Se le sometió a ecografías y tomografías. El quiste era benigno y por precaución se le extirpó el riñón completo. El oncólogo le sugirió dejar de fumar y de beber alcohol. O hacerlo de una forma moderada. Ya, entonces, el Tío sufría de insomnio. Un cóctel de alcohol y pastillas para dormir le provocaron úlceras estomacales. Dejó los fármacos y se abrazó a las botellas para conciliar el sueño.
Estas recaídas y achaques fueron doblegando su salud física y mental, y él, que tenía el corazón más duro que una moneda de 100 yenes, empezó a sufrir depresiones cada vez más hondas y profundas. Cierta vez cayó en cama por culpa de una gripe. Nadie le echó de menos en la fábrica. Ni siquiera su sobrino Omar llamó por teléfono para indagar por su salud. Sus desapariciones, que formaban parte de su imprevisible conducta, no despertaban resquemor, porque, seguramente, debía dinero a alguien.
Los medicamentos, el alcohol y el tabaco fueron minando su virilidad. Ya no se iba de putas como siempre a Yokohama. Se dio cuenta que gastaba mucho dinero en una cada vez más breve y efímera erección. Además, se le ocurrió que todas las chicas hablaban a sus espaldas y se burlaban de él. Y eso no lo podía tolerar. Se le agrió el carácter, se volvió un hombre irascible, irónico, hiriente que por nada estallaba en cólera y otros incontrolables arrebatos. Un sábado por la noche, bebiendo cerveza con Omar, se puso a llorar desconsoladamente dentro del toilette.
-Tío, ¿está bien? ¿algún problema?, preguntó Omar.
El Tío salió del baño sin guardar el cuajo que le colgaba de la cremallera. Se lo miraba con pena y resignación.
-Ahora, sólo me sirve para mear.
Y así el Tío se fue cayendo a pedazos hasta quedar sepultado entre sus propios escombros. Se dio cuenta, mirando a su alrededor, que era la evidencia palpable del fracaso. Creía que había amado pero eso que llamaba amor no era otra cosa que el alquiler momentáneo de un cuerpo y de unas caricias. Miraba desolado los besos adolescentes de los parques, las oscuras caricias de los cinematógrafos, sentía cierta inquietud con las parejas maduras enlazadas de la mano caminando por las calles y procuraba quitar significado a la fidelidad de los esposos que aún en la vejez no perdían la pasión de la primera vez.
Detestaba el Tío, ya lo hemos dicho, la algarabía ruidosa de los niños. Era un odio gratuito, inescrutable. Le alteraba los nervios verlos saltar, reír y un momento después llorar. Se convenció de que había hecho bien en no traer hijos a un mundo que en su caso iba perdiendo color, intensidad, belleza, pasión, casualidad, misterio, encanto, embrujo, asombro, dulzura, ternura para mutar y tornarse doloroso, gris, monótono, absurdo, injusto, cobarde, traicionero, vengativo, envidioso, rencoroso, arbitrario, tiránico e impositivo.
Los días se convirtieron en una sucesión de sombras en las que se agazapaban crueles emboscadas de enemigos evidentes y ficticios. Para él, siempre había alguien que le quería hacer daño o que deseaba aprovecharse de él. Su relación con la gente era un trueque de dádivas y favores. Y no había otra regla que la astucia y el engaño ni fin más apetecible que un botín arrebatado sin un rubor en la cara.
Llegar al apartamento donde vivía y no ser recibido por una voz cariñosa, por la vital alegría de unos niños, por las manos de una mujer, por el perfume de un cuerpo ni por el olor de unos guisos como el que solía hallar en casa de su sobrino Omar, fue abriendo en su escondrijo una fosa de inmensa soledad en la que se iba hundiendo como un trozo de plomo que ha caído en el blando lodo de un pantano. Cuando la noche de Navidad se despidió de su sobrino ya había decidido poner punto final a la carta en la que dejaba constancia sobre una decisión de la que no se debía culpar a nadie.
-Hiciste bien en casarte -le dijo a su sobrino- Un hombre no debe estar nunca solo. El Tío se marchó llevando consigo los regalos que le hicieran durante la cena navideña.
Después, el Tío pasó por el bar filipino donde bebió y cantó karaoke hasta el amanecer. Las canciones de Elvis Presley, Frank Sinatra, Niel Sedaka o Paul Anka. La propietaria era su amiga y le permitió que durmiera hasta que se levantara y decidiera irse, cosa que ocurrió a las cuatro de la tarde. Según la policía, el Tío dejó el bar filipino a las cuatro y quince minutos aproximadamente y doce minutos después se asomaba en la licorería del señor Matsuda que estaba en el primer piso del edificio donde moraba. Con dos billetes de diez mil yenes, el Tío compró 32 latas de cerveza, tres botellas de whisky, tres de ron, tres de vodka, dos de brandy y varios paquetes de cigarrillos Mild Seven. Ni bien llegó a ese oscuro agujero que era su apartamento de hombre solo, se puso a beber sin apuro. Primero las cervezas y luego los whiskys, un vaso tras otro y una botella tras otra. Entre los regalos que le obsequió la familia de su sobrino Omar había un reloj de pulsera y una corbata de seda con la cara multiplicada de Micky Mouse. Probablemente, decía la pesquisa policial, al tercer día de tamaña borrachera el Tío tomó aquella corbata y se colgó dejando el televisor encendido y a nadie que le pudiera echar de menos.
1 comentario:
EEEEXXXXCELNTE historia......me encanto.....obviamente no lo morbido del relato, sino la manera de profundizar en la psique de esta persona......me sirvio.......tks¡¡¡(un saludo desde mexico, d.f.)¡¡¡:)
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