Tres historias
1
Hércules Kanashiro tenía dieciséis años cuando murió asesinado por sus compañeros de colegio en un descampado próximo a un río en Hamamatsu. Fueron cinco sus verdugos. Hércules se defendió como una fiera. Y es que era un chico muy fuerte. Un chico brasileño que corría por sus venas sangre alemana, japonesa y sangre de indios amazónicos. De una de esas razas heredó un porte macizo y de las otras dos el temple y el coraje que obligó a los matones de su salón a unirse para propinarle en grupo (ijime) una paliza que no se atrevían a hacer de manera individual.
No había razón para que Hércules Kanashiro muriera como murió bajo una andanada de golpes de bates de béisbol y puntapiés. Hubo premeditación, ventaja, alevosía, diría el fiscal, y por supuesto muchísima saña en aquel cobarde crimen.
Tuvieron que amortajar su cadáver para que no se le viera su mala muerte. Era una masa de hematomas y huesos quebrados aquel chico de cabellos largos y sedosos. De ojos grandes, negros y achinados. De labios sensuales. Hércules que era todo un "sansón" gozaba de una inaudita popularidad entre las chicas de su edad, era admirado por sus maestros y envidiado por sus condiscípulos. Además era un deportista sin par. Sus virtudes constituían paradójicamente en su peor defecto.
En una sociedad donde reza el lema que al clavo que sobresale hay que martillarlo, individualismos como el de Hércules resultaban no sólo un desafío sino también una odiosa provocación.
Claro, con lo fuerte y valiente que era para Hércules hubiera sido fácil plegarse y formar parte de un grupo, incluso de liderar una de esas bandas. Pero esas cosas no iban con su carácter. No había nacido para chantajear al débil ni para encabezar una manada de lobos.
Cuando la policía detuvo a los chicos criminales, todos ellos lucían las huellas que Hércules les dejó de recuerdo. Digamos, un ojo amoratado, un diente menos, una fisura en alguna costilla o una fractura en el tabique nasal. El día que le dieron la paliza y le mataron junto al río, Hércules los desafió a pelear a puño limpio uno por uno. En los chicos nipones imperó el lema "no somos machos pero somos muchos".
Hasta hace unos años se vio a los padres de Hércules portando un letrero escrito en japonés en el que clamaban justicia en la calles de Hamamatsu. Los cinco chicos purgaron sus penas y dejaron el reformatorio juvenil cuando alcanzaron la mayoría de edad. De eso, hace un par de años. Sólo uno de ellos dio muestras de arrepentimiento. Se rapó la cabeza y se hizo monje budista.
2
Un abogado le había dicho a doña Leticia que podía conseguir la visa si demostraba a la justicia que su hijo, Jairo, sufriría daños pedagógicos irreparables si era deportado a su país. El alegato del abogado era que Jairo era en ese momento más japonés que colombiano. Sí, un chico culturalmente japonés, decía. Aseguraba el abogado que Jairo era como cualquier otro chico japonés de su edad fanático del Play Station, de las mangas y de las canciones anodinas de los Smap. Además, había olvidado el idioma materno y deportarlo era echar abajo su educación nipona, y desperdiciar la inversión de seis años de educación japonesa recibida y que tanto dinero había costado al Estado.
Doña Leticia nunca supo cuándo se le fue por el mal camino el pequeño Jairo. Hasta los doce había sido un niño dócil, obediente e introvertido. Pero ahora, el chico tenía dieciséis y medía un metro ochenta de estatura, y aunque era dueño de un vozarrón que infundía miedo, seguía siendo un adolescente impresionable.
La madre de Jairo le echaba la culpa a la mala junta, a los amigotes del colegio vespertino al que asistía porque no había obtenido el puntaje requerido para continuar su educación en un colegio público. No le gustaba que se juntara con el Achan ni con el Chankun, un par de malandrines que no tenían otra aspiración en la vida que ser danzarines profesionales o en el peor de los casos, chimpiras, aprendices de yakuza.
Si Jairo se hizo amigo de Achan y de Chankun fue porque los tres eran iguales. Chicos solos, sin afecto y desatendidos. Achan era huérfano de madre y vivía con su padre, un jardinero alcohólico. Chankun vivía con su madre, una "Mamasama" que administraba un bar karaoke. Después de cerrar el establecimiento más allá de las tres de la mañana, solía acostarse con algún amigo o cliente ocasional. Uno de esos amigos o clientes ocasionales fue el padre de Chankun.
La madre de Jairo, tampoco tenía mucho tiempo. Trabajaba de sol a sol. Empaquetaba obentos en una procesadora de alimentos que abastecen a las tiendas de conveniencia. Salía muy temprano y llegaba a casa a las ocho de la noche.
Jairo creció solo en un pequeño apartamento de mala muerte. Para no sentirse tan solos, Achan, Chankun y Jairo unieron frustraciones, miedos y sueños. Dieciséis años nomas tenía el Jairo cuando huyó de casa. Cambió las palizas de su madre por las caricias de una tal Akemi, una de esas jovenzuelas que se prostituyen en el centro de Tokio por un perfume francés, una reloj Chanell o un bolso Prada. Dicen que vive con ella, en una estrecha pieza sin calefacción cerca a Ikebukuro.
Jairo nunca se presentó a la oficina de inmigraciones y la justicia archivó su caso. Con la huida de Jairo, su madre no pudo conseguir la visa y retornó a su país. El abogado suele recibir llamadas de un Jairo que no piensa dejar Japón. Afirma el Jairo que este es su mundo. Volver sería una locura, le dice. Ya no sabe, ya olvidó el español. Además Akemi espera un hijo suyo.
3
Cuando el entrenador del colegio lo vio obeso y a la vez ágil pensó en él como un buen prospecto de sumotori, uno de esos voluminosos luchadores que pelean en una pequeña arena de combate cubierto apenas con un taparrabos.
Felipe es uno de esos chicos peruanos que ha crecido alimentado con avena, abundante menestras y harta papa. En realidad siempre fue un niño descomunal, enorme para su edad. A los trece parecía un chico de dieciocho años. Y en esa escuela pública en Aichi ken, Felipe era imbatible. Lanzaba fuera de círculo a otros chicos más grandes y obesos que él.
El profesor de educación física, un ex sumotori, lo recomendó a una prestigiosa escuela de sumos en Tokio. Felipe, quien no es bueno ni para las letras ni para las ciencias, ha preferido el gimnasio, el sudor y la fatiga del entrenamiento al estudio. Le cuesta levantar un libro y mucho más leerlo. Su madre estaba feliz y su familia orgullosa. Felipe podía convertirse en el primer nikkei peruano profesional de sumo.
Durante un tiempo fue lo único que se habló entre los amigos de la familia de Felipe. Sin embargo, un año más tarde, Felipe, que llegó a pesar 115 kilos, renunció y se marchó de la escuela. No soportó la vida del aprendiz. La dura y jodida vida del discípulo. Sometido a los caprichos de sus superiores. No había nacido para bañar ni limpiar con papel higiénico el enorme culo del campeón nacional nipón, un hawaiano de casi 200 kilogramos al que debía servir como un criado.
Pero la verdad es otra. En el machista universo del sumo, Felipe no quiso asumir el femenino rol que sus superiores pretendían asignarle. Es decir, someterse a los caprichos eróticos del campeón ni de la corte de sumos que lo rodeaban. Felipe se retiró de la escuela de sumo y al menos ahora no le resulta pesado levantar un libro y leerlo. En la actualidad estudia idiomas en una universidad de Kyoto. Dice que para maricón no ha nacido.
1 comentario:
acabo de encntrar este blog atravez de otros en su lista de enlaces , yo solo tengo un amigo nikkei que viajo a ajapon a chambear me contba de todo hasta cosas alkgo espelusnantes , crei que sabia casi todo de esto del bajo mundo de japon , porque le salia en otros blogs que mas se lo tomaban a la chacota , pero estas historias me daran que pensar durante varios dias, a pesar todo algunas personas si lograron prosperidad en la tierra del sol naciente , saludos
Publicar un comentario