Un juicio
Una vez asistí a un juicio. El acusado era un peruano de origen japonés de unos treintaidos o treintaitres años de edad. Formaba parte de una banda integrada por un par de brasileños y varios colombianos. Asaltaban camiones de caudales a la luz del día, justo cuando los guardias de seguridad retiraban, dentro de unas bolsas de lona, el dinero de los supermercados o de los cajeros automáticos.
El atraco era una simple emboscada. Nada de armas de fuego o navajas. El peruano, por ser el más alto y fornido de la partida -medía más de un metro ochentaicinco de estatura- iba adelante con un bate de béisbol de aluminio.
La fiscal, una abogado joven e inflexible, mostró al juez el arma del delito: el bate de béisbol. El juez examinó el implemento deportivo, comprobó su dureza y se lo devolvió. Se colocó las gafas y le dijo a la fiscal que prosiguiera. De vez en cuando, el abogado defensor intervenía aclarando las respuestas de su defendido cuando el juez le interrogaba.
Después de enumerar la fecha de los atracos, el monto de lo robado, la fiscal leyó el informe del médico legista que detallaba las lesiones físicas sufridas por los guardias de los camiones de caudales: traumatismo encéfalo craneano, costillas rotas y otros daños óseos que demandaban entre uno y tres meses de reposo y otro tanto de rehabilitación.
Antes de ser capturada, la banda había asaltado camiones de caudales en las prefecturas de Kanagawa, Saitama, Chiba y también en Tokio. El bate del béisbol del peruano había hecho célebre a esta banda. Su captura, que ocurrió al cabo de un año de pesquisas, fue un verdadero dolor de cabeza para la policía local.
Las sala de los tribunales se parecen. Un estrado elevado donde se sienta el juez principal secundado por otros dos magistrados. Un poco más abajo, el secretario que transcribe todo lo que se dice durante el proceso. Por ser extranjero había un traductor de español contratado. Y uno, frente al otro, el fiscal y el abogado defensor. Más allá, las butacas de la sala permanecían vacías, salvo las que ocupábamos nosotros, unos estudiantes de derecho y un par de desconocidos.
Cinco minutos antes del juicio, el acusado entró flanqueado por dos policías. Iba esposado y atado con una cuerda que le pasaba por la cintura. Es humillante ver un hombre privado de su libertad de esa manera. Luego, lo desataron y le retiraron las esposas de acero.
Cuando apareció el juez nos pusimos de pie.
Recuerdo que el peruano ingresó a la sala con cierta altivez. Pero se desmoronó cuando distinguió entre el público a una mujer inesperada. Durante la hora y pico que duró el juicio, la mujer no le quitó la mirada. Lloraba sin emitir un quejido. Era su madre.
El peruano fue condenado a veinte años de cárcel con trabajo forzado.
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