sábado, enero 29, 2005

En el país








En el país que tiene un ingreso per cápita anual de 38.000 dólares, uno de los más altos del mundo, hay todavía gente humilde que lustra zapatos en la vía pública por 1000 yenes (diez dólares). No son niños de la calle como en nuestros países, sino mujeres de avanzada edad. Ancianas arqueadas por el peso y el paso del tiempo. Abuelas que quedaron al margen de los sistemas de pensiones y de los frutos de la seguridad social. Que sudaron el país de la post guerra pero que no alcanzaron sus dádivas. Visten a la antigua ropa holgada, de color gris o de tonalidades otoñales. Se envuelven los cabellos con un pañolón blanco. Un mandil les protege el regazo del betún con el que embadurnan el zapato del cliente. No son muchas, pero se les puede ver a la salida de las estaciones de tren de Shibuya, Shinjuku o Ikebukuro. Sacando lustre a la punta de los zapatos de uno de esos empleados públicos que gana 38,000 dólares al año.


En el país que proyecta viajes siderales y bases en la Luna antes del año 2025, y que construye distritos y aeropuertos sobre islas artificiales, todavía hay gente que duerme en la vía pública o entre los arbustos de los parques. Se guarnecen del rigor del invierno o del calor tropical de los veranos, dentro de improvisados cubículos hechos de cartón y plástico. A esta gente se le llama homeless, los sin hogar. En el parque de Ueno, donde está el zoológico, el teatro de ópera y el museo de arte, vive el grueso de los sin hogar de Tokio. Entre un árbol y otro, se puede ver cuerdas de ropa tendida al sol y al viento. Unos tacos de madera incrustados en el meridiano de las bancas de los parques evita que los homeless tomen la siesta. Mientras en el zoológico de Ueno los leones devoran varios kilos de carne de res y al gorila no le falta su racimo de bananos, afuera, en los márgenes, los sin hogar fuman los restos de las colillas que la gente echa a la vía pública o buscan alguna moneda olvidada en una de esas máquinas que expenden coca colas o tabaco.

En el país que fabrica robots casi humanos capaces de hablar, ver, subir escaleras, dar la mano y correr, pasan todavía estas cosas.





sábado, enero 22, 2005

El doctor Pesce






Se ha estrenado en Japón, Diario de motocicletas, un film basado en los apuntes de viaje que hizo por Sudamérica Ernesto Che Guevara cuando ni siquiera sospechaba que se iba a convertir en el ícono de la revolución cubana y en el héroe de las causas populares.

Ernesto Guevara de la Serna tenía 23 años de edad y estudiaba medicina cuando emprendió ese viaje de iniciación con su amigo Alberto Granados, en una vetusta motocicleta Norton 500 cc del año 1939 que sucumbiría antes de llegar al desierto de Atacama, en Chile.

Ese periplo cambió la vida, el oficio y el rumbo de este argentino que trocó el bisturí por el rifle y el quirófano por los campos de batalla. Y rifle en mano hallaría la muerte quince años después en un paraje mezquino de Bolivia.

El mexicano Gael García adopta el personaje del Che con sobriedad y carisma pero no alcanza la estatura ni el peso de una figura emblemática que mereció algo más que una cara bonita.

Aunque el primer impacto de esa realidad latinoamericana la sufre en Chile, con los sombríos mineros de los socavones, es en el Perú donde el Che sufriría esa metamorfosis ideológica. La altura de Macchu Picchu le da la visión de un continente único, de la Patagonia hasta México pero también le revela un continente de injusticias y de arbitrariedades; el leprosorio de San Pablo, en cambio, la marginación de un continente que se segrega y se auto discrimina, y Lima le presentaría al responsable que le torcería el destino. El médico Hugo Pesce.

En la película, Hugo Pesce -interpretado por el actor Gustavo Bueno- es quien le aloja en su casa y le dispensa el trato de un hijo. Es Pesce quien le entrega, entre otros libros, uno fundamental: Los siete ensayos de la realidad peruana, de José Carlos Mariátegui, libro de cabecera de revolucionarios y de revoluciones latinoamericanas del siglo pasado.

Pesce y Mariátegui fundaron, en los años Treinta, el Partido Comunista peruano.

Hugo Pesce, sin embargo, no pasó a la historia como lo haría su amigo Mariátegui, hombre de ideas y de debates, vinculado a la prensa , a los medios, que le permitió publicar y difundir su pensamiento de tinte marxista a un vasto público.

Diario de Motocicletas rescató del olvido a Alberto Granados, compañero de viaje del Che, sirvió también para recordar al doctor Hugo Pesce.

A continuación, un perfil biográfico del doctor Hugo Pesce escrito por uno de sus aplicados discípulos, el doctor Hugo Neyra Ramírez. Sirva para conocer la altura de este ilustre peruano.

El distinguido médico, filósofo y humanista Dr. Hugo Pesce, nació en Tarma el 17 de junio de 1900, en el hogar que formaron el Dr. Luis Pesce Maineri, ilustre médico italiano que trabajó en Perú hasta su muerte y la señora Lía Pescetto, también de nacionalidad italiana.

Pasó los primeros años de su vida en su ciudad natal, de la que guardó un recuerdo inolvidable. En 1906 viajó a Italia con sus padres y se estableció en Génova, donde continuó sus estudios en el Colegio de los Padres Jesuitas. En 1917 ingresó a la Facultad de Medicina de Génova en la que se graduó como médico-cirujano el 29 de diciembre de 1923 con la tesis Operación del Cáncer de la Mama, que mereció el calificativo de sobresaliente.

Durante su estadía en Italia, a la par que fue un alumno brillante de la Facultad de Medicina, participó en las inquietudes políticas y sociales de la juventud italiana, adheriéndose al Partido Popular y asistiendo muy de cerca a los acontecimientos que instauraron el fascismo en la península.

También sirvió en la Sanidad Militar durante la última fase de la participación italiana en la Primera Guerra Mundial.

En 1923 regresó al país e inició su labor profesional en la Clínica de Salud que el Dr. Luis Pesce había establecido en Chosica. Fue allí donde comenzó a aplicar sus conocimientos, sobre todo en Radiología y Radioterapia, especialidad de su predilección, y donde trabó amistad imperecedera con José Carlos Mariátegui, con quien fundó el Partido Comunista Peruano.

Poco tiempo después ganó un concurso internacional sobre problemas gremiales médicos que promovió la revista argentina Actualidades Médicas, perfilándose ya el futuro luchador y gre-mialista.

Se inició en las labores de investigación y docencia médica en 1927 participando en la Expedición Científica a Morococha organizada por el Dr. Carlos Monge, expedición que tuvo como objetivo estudiar los efectos de la altura en el organismo humano.

En 1929 fue Jefe de Trabajos Prácticos de Cronaxia en el Cursillo de Fisiología del Sistema Nervioso dictado por el profesor Laugier en la cátedra de Fisiología de la Facultad de Ciencias de San Marcos, que dirigía ese año el Dr. Alfredo Leví Rendón.

Sus amplias inquietudes de sanitarista nato lo llevaron en 1931 a trabajar como médico de la Colonia de Satipo, donde tomó su primer contacto con la Medicina Tropical. Fruto de su permanencia en esa Colonia fue su trabajo Geografía Sanitaria de la Región del Satipo.

En 1933 fue nombrado Comisionado Sanitario en la Provincia de Andahuaylas, a la que dedicó lo mejor de su vida: en 1937 fue nombrado Médico Sanitario de Andahuaylas, año en que fundó el Servicio Antileproso de Apurímac, desempeñando su jefatura hasta 1944, cuando regresó a Lima para ocupar la jefatura del entonces Servicio Nacional de Lepra, del que fue fundador.

En Andahuaylas nació lo mejor de su contribución a la salud pública del país; allí se inició su inquietud por el estudio del Mal de Hansen, enfermedad que entonces no tenía abanderado. En 1937 describió en Andahuaylas nuestro primer caso de lepra tuberculoide, el que había sido precedido por el hallazgo de la lepra en esa provincia y su importancia epidemiológica.

Desde la jefatura del Servicio Nacional de Lepra y luego del Departamento de Lepra, posición en que le conocimos en 1947, realizó la gigantesca labor de ordenar nuestros conocimientos sobre esta enfermedad al reconstruir paso a paso la historia de nuestra endemia leprosa y de organizar en escala nacional un verdadero programa de lucha contra esta enfermedad bíblica.

Gracias a la minucia que caracterizó siempre su trabajo y con su método epidemiológico de «los leprosos referidos» señaló que la endemia leprosa en la Amazonía se había iniciado en nuestro país en los albores de este siglo por la importación brasilera; que la de Apurímac reconocía dos orígenes: de la selva, remontando el río Apurímac, y de la costa; y que los primeros casos aparecieron en la década del 20; que la lepra de la costa era de la época de la conquista, foco que se ha ido extinguiendo progresi-vamente quizás con el avance de la tuberculosis; y, finalmente, que la lepra del departamento de Amazonas era de procedencia ecuatoriana.

Estos estudios señalados tan brevemente, fueron el fruto de largos años de trabajo y de vigilia que brindó al conocimiento de esta enfermedad y fueron concretados en su tesis doctoral de 1961 sobre La Epidemiología de la Lepra en el Perú.

La labor del profesor Pesce en el campo leprológico se extendió mucho más allá. Organizó el Departamento de Lepra y con carácter de programa vertical tuvo a su cargo la lucha anti-leprosa en el país en base a estadísticas rigurosas llevadas directamente bajo su control en la sección de Epidemiología del Departamento. Con la base del conocimiento epidemiológico y del establecimiento de la prevalencia regional de la endemia, la lucha antileprosa organizada por Pesce tenía como base el aislamiento obligatorio de los casos contagiosos, el seguimiento en los Centros Antileprosos Zonales y el despistaje precoz en los dispensarios dependientes de los centros. Remozó el viejo Asilo de San Pablo para los leprosos de nororiente; fundó y organizó el Sanatorio de Huambo en Apurímac, y prodigó sus desvelos al Sanatorio de Guía que funcionaba en el viejo hospital del mismo nombre, para infectocontagiosos. Aquí en Guía organizó además el Laboratorio Central de Lepra y la Biblioteca especializada con un fichero bibliográfico que solamente tenía parangón con el que funciona en la Biblioteca del Servicio de Lepra de Sao Paulo en Brasil.

No solamente desde el ministerio de Salud y en el curso de sus visitas a las zonas leprógenas efectuó su labor sanitaria Hugo Pesce. En el Congreso Panamericano de Leprología de Río de Janeiro (1946) contribuyó decididamente a establecer la Clasificación Sudamericana de Lepra. Esta clasificación que destierra definitivamente los viejos conceptos de clasificación y que considera dos tipos polares: el lepromatoso y el tuberculoide, y una forma intermedia, la incaracterística o indiferenciada, fue sancionada como Clasificación Mundial de la Lepra en el Congreso de Madrid de 1953 y ella fue fruto de la Escuela Sudamericana encabezada por Nelson de Souza Campos de Brasil; J.M.M. Fernández de Argentina; y, Hugo Pesce de Perú.

En 1947, cuando lo conocimos, nació nuestra observación directa de la labor universitaria del profesor Pesce. En el año 1945 ingresó como profesor auxiliar contratado a la cátedra de Clínica de las Enfermedades Infecciosas, Tropicales y Parasi-tarias que regentaba el profesor Oswaldo Hercelles. De 1945 a 1954 fue profesor auxiliar nombrado; catedrático asociado desde 1954 hasta setiembre de 1961; asociado encargado de la cátedra de 1961 a 1962 y, finalmente en junio de ese año, ganó por concurso, su ascenso a profesor principal hasta su retiro de la docencia algún tiempo antes de su fallecimiento.

Dentro de su carrera docente se debe mencionar su calidad de miembro de diferentes comisiones de la Facultad de Medicina, entre las que destaca la Junta Transitoria de 1961, en la que fue uno de los elementos más importantes al contribuir decisivamente en la reconstrucción de la Facultad de Medicina después de los lamentables acontecimientos de ese año.
La Facultad de Medicina y la Universidad toda, tienen una deuda con el profesor Pesce. Éste es un homenaje que le tributamos en agradecimiento a su titánica labor en esos días, en esas noches, y en todo momento, a favor del resurgimiento de San Fernando.

Además de su tesis, el profesor Pesce fue autor de siete libros de observación original o de carácter expositivo, dentro de los que destaca Latitudes de Silencio publicado en 1947, con sus capítulos tan hermosos como: «En pos del tifus», «Dos Hombres y la Malaria», «Una vez al indio Ccorihuamán le abrieron el Vientre», «Tiene usted razón», «Galgas», y «Nota Epicrítica».

Asimismo, el libro Los selvícolas en el Perú y su mapa de distribución actual (1956), obra de consulta obligada para todo estudioso de nuestra Selva.

Publicó además 50 trabajos de medicina tropical en revistas nacionales y extranjeras; hay 45 trabajos médicos o de cultura general inéditos, entre ellos el último Estudio sobre las Reli-giones. Dirigió unas 30 tesis de Bachiller en Medicina sobre diferentes puntos de la medicina tropical.

La erudición del Dr. Pesce llegaba al terreno lingüístico, tan útil en la carrera universitaria. Dominaba nueve idiomas, incluyendo dialectos italianos. Alguna vez lo oímos conversar y discutir animadamente con genoveses y napolitanos en el dialecto propio de esas regiones de Italia. Conocía también el sánscrito.

En los últimos años de su vida, ya retirado de la docencia y del ministerio de Salud, el profesor Pesce continuó su trabajo intelectual elaborando numerosos ensayos de carácter filosófico y participando activamente en la vida gremial de la profesión médica.

El trágico fallecimiento de su hijo recién titulado médico, Dr. Luis Pesce Schereier en enero de 1966, constituyó un rudo golpe para el profesor y maestro, golpe del que ya no pudo sobreponerse jamás y que, indudablemente aceleró su fin; pues el 26 de julio de 1969 falleció en Lima, dejando a su viuda la señora Zdenka de Pesce y a su hijo el arquitecto Tito Pesce Schereier, así como a los discípulos y amigos que admiraban y trataban de emular la obra de este verdadero maestro de maestros y cuya síntesis biográfica hemos tratado de esbozar, pues comprendemos que dejamos de lado numerosos aspectos de su vida tan fecunda.


sábado, enero 15, 2005

De espadas y cuchillos





Si en EEUU impera la ley del revólver, en Japón reina su majestad el cuchillo. No hay delito de sangre que no involucre al escalofriante filo del acero.

Está siempre presente en delitos de menor y mayor cuantía.

Es un cuchillo de cocina el que porta el ladronzuelo de gafas oscuras y gorro de béisbol que desvalija la caja registradora de un "kombinis" (mini market) y es un cuchillo o una navaja lo que aparece en cualquier venganza, en cualquier odio, o en cualquier reyerta de bar o de esquina.

En los crimenes pasionales, es fácil rastrear a la víctima y al verdugo por el rastro de sangre que deja el cuchillo; del asesino que huye o del moribundo que agoniza.

Si en las series de televisión y en las películas estadounidense se da protagonismo a los tiroteos, en Japón se le da a las estocadas, a las puñaladas o a los cruce de espadas. Del ninja que se esfuma con el humo de la pólvera que detona justo cuando va a ser capturado o del samurai que, con los ojos cerrados, deguella a esa docena de enemigos que lo cercan.

Aunque el uso de la espada fue prohibida hace más de 150 años, con las reformas del emperador Meiji, que despojó al samurai de sus goyerías y privilegios, el espectro de la espada permanece sin embargo en el inconsciente colectivo.

En cierta oportunidad, en Nagoya, fui testigo de un conflicto hogareño que involucró al noble cuchillo con el que se pica la cebolla y se pelan las papas.

Vivía a la espalda de un tintorería, cuyo propietario era un tal Matsumoto, un hombre sesentón, de hoscos modales y de beodo hábitos nocturnos. Mi ventana y su balcón se daban de narices, apenas unos cuatro metros los separaba.

Ya era habitual en el vecindario las destempladas peleas con su mujer. En esas trifulcas rodaban muebles y los platos se hacían trizas en las paredes. Pero, esa noche fue distinto. El señor Matsumoto estaba fuera de sí. Perseguía a su mujer armado de un cuchillo de cocina. La esposa, en su huída, había llegado al balcón protegida por sus dos hijos, un chico de veinte años y una chica de unos dieciocho.

Fue impresionante ver como el desquiciado señor Matsumoto intentaba cocer a puñaladas a su quejosa consorte, quien daba de alaridos cada vez que su marido trataba de colar el cuchillo que portaba entre los cuerpos que se interponían de sus hijos.

Al rato llegó la policía. Un desvelado vecino los había convocado harto de no poder conciliar el sueño por semejante escándalo. El policía más veterano medió entre ambos. Sólo cuando al señor Matsumoto se le disipó la borrachera recuperó la cordura. Cuando todo se apaciguó se fueron. No hubo arrestos. En peleas domésticas, de marido y mujer, la policía no se mete, aunque la legislación ya está cambiando.

Pero, cuando la sangre llega al río, los criminales suelen desaparecer el arma del delito arrojandolo a los canales o a los ríos que cruzan un poblado o una ciudad. Cuando alguien ha sido acuchillado y cerca de allí hay un río, lo primero que hace la policía es buscar en sus aguas la prueba del delito.

De alguna manera, la televisión, el cine, los videos juegos, las mangas, las novelas de toda índole, en fin, los libros de historia, todo, todo lo que forma el bagaje cultural de un pueblo, preserva el filo de la espada de un país que ha hecho célebre en el mundo el ritual del seppuku o harakiri, el suicidio con honor.

Así es. Mientras los yankis todavía reparan sus controversias como en el lejano oeste, a punta de tiros, los japoneses no dudan en meter una cuchillada cada vez que se enojan. Y es que aquí el filo del acero aún no pierde su encanto.





sábado, enero 08, 2005

Evanescente belleza





Aunque exhala perfume el color
Iro ha nihohe to
se marchita y cae.
chirinuru wo

En este mundo nadie
Waka yo tareso
es eterno
tsune naramu
El transitorio, espeso bosque
Ui no oku yama

Hoy he atravesado
Kefu kyo koete
Ya no veré ligeros sueños
Asakiyume mishi
Ni tampoco me embriagaré
ehi mo sesu(n)

Este poema data del siglo IX y se le conoce con el nombre de I-ro-ha. Con el se enseñaba a los niños a leer y a escribir pues contiene todas las sílabas del abecedario nipón. Trasluce el poema lo evanescente, lo breve de las cosas. Que nada perdura y que todo es menos que un sueño. La belleza de las flores y con ella la vida misma.

Sin embargo, la hondura de este poema no revierte la obsesión que hoy siente la mujer japonesa (y la mujer en general) por preservar la belleza, conservar su frescura, su fragancia de pétalo y rocío. Sobre todo de aquellas que ya pisan la hojarasca del otoño y que bajan la mirada frente al irremediable espejo.

Mientras sus pares occidentales detienen la vejez con el hábil bisturí del cirujano plástico, las japonesas atacan las manifestaciones internas y externas de la vejez de otra manera.

Para las japonesas, el concepto de belleza parte de la salud, de la nutrición, del consumo de productos naturales. Una dieta equilibrada y persistentes ejercicios físicos. Sentirse bella no sólo es sentirse o mantenerse jóven sino también sana, dueña de una figura sin excesos y una piel de adolescente.

El aporte de la industria editorial ha sido sustancial. Mantiene bien informada a la gente con los últimos avances científicos y médicos. La gente lee, y mucho. Las librerias cuentan con secciones especiales donde abundan las revistas de belleza, de salud, de nutrición, de ejercicios físicos y hasta de yoga.

Aunque cuentan con buenos cirujanos plásticos, las japonesas piensan cada vez más que la belleza y el mantenimiento de una figura ideal es una iniciativa personal que no depende de los médicos.


Por esa razón la industria de la belleza en Japón es próspera. Satisface a un mercado bien informado que demanda calidad. Además, ha sumado a sus dominios la nutrición. Las grandes compañías que fabrican cosméticos como Shiseido, Kanebo o Kosé han creado divisiones de alimentos y de productos dietéticos sanos y nutritivos.

Tienen en claro que el envejecimiento es un proceso que comienza dentro de nuestro propio organismo, y que las arrugas y las manchas de la piel son inequívocas manifestaciones de un organismo que ya no asimila adecuadamente sus nutrientes y que se deteriora.

Y en esta ola de salud y bienestar, compañías cerveceras como Kirin, Asahi o Sapporo inundan el mercado con suplementos vitamínicos, bebidas dietéticas o de bebidas que compensan el desgastes de sales y minerales de los oficinistas, de los trabajadores o de los atletas del fin de semana.

En todo caso, es una fortuna lo que se gasta en preservar "lo que se marchita y cae"

Sólo conociendo el precio de jabones, cremas, humectantes y lociones que la mujer japonesa usa cotidianamente al levantarse o al ocostarse, podemos tener una idea de lo que cuesta mantener la juventud.

El jabón espumoso de 75 gramos que sólo sirve para el cutis vale un promedio de 1.500 yenes. La loción base, otros 1.500. La loción nutritiva, 3,500. La crema rejuvenecedora, esa que borra las arrugas y suprime las manchas y pecas de la galopante senectud, puede costar, la más barata, 12,000 yenes. A eso debemos añadir las cremas blanqueadoras que blanquean, valga la redundancia, el cutis y los bloqueadores, que protegen contra los rayos del sol.

Excluyendo los cosméticos que abultan el neceser femenino, la mujer nipona gasta sólo en cremas, lociones y jabones para el cutis un promedio mensual de 18.500 yenes, unos 177 dólares americanos.

Sin embargo, la crema rejuvenecedora más apreciada en Japón es Clé de Peau, de la firma Shiseido. El pote que contiene apenas 25 gramos cuesta su peso en oro. Nada menos que 50.000 yenes, unos 477 dólares. Dicen que obra milagros.

De hecho las japonesas no escatiman en gastos cuando se trata de su belleza.

Compañías alimenticias como Everlife ha sacado al mercado pastillas de ácido hialurónico, una sustancia hidrantante que produce el cuerpo humano. Sólo un gramo es capaz de retener el equivalente a uno seis litros de agua, previniendo las arrugas y el envejecimiento del cutis.
La caja de 100 pastillas cuesta 8.190 yenes y la de 180, 12,600 yenes, entre 85 y 120 dólares.

Las compañías que fabrican electrodomésticos tampoco se quedan atrás en esto de la belleza, la juventud y la nutrición. Mitsubishi y Toshiba lanzaron en enero refrigeradoras con un compartimento especial para verduras que consigue aumentar la cantidad de vitamina C en los vegetales a través de la emisión de rayos LED fotosintético. Esto permite que la cantidad de vitamina C aumente y no se pierda al guardarse en la nevera. Se sabe que la vitamina C y E son antioxidantes que retardan el envejecimiento.

El precio de estas refrigeradoras "inteligentes" que ayudan a producir la antioxidante vitamina C pasa de los 1.500 dólares.

El sueño de la eterna juventud acompaña al hombre desde que se pudo ver reflejado en el agua de los estanques, un reflejo que se volvió una obsesión cuando inventó el espejo.

Verse jóven es después de todo una ilusión. Porque la juventud es eso, un pasaje, un paraje breve que viejos poemas como el que acompaña a este texto, celebra con sabia melancolía.